jueves, 27 de enero de 2011

Nominalismo, marxismo, ecologismo, feminismo

En última instancia, lo “nominalísticamente” decisivo no son los géneros, sino los individuos. Más allá del discurso de la igualdad o de la diferencia -que, según acabamos de comprobar, pudieran verse ambos afectados por ese exceso de respeto hacia los géneros bajo el que trasluce el realismo de los universales-, el de Celia Amorós propone un programa nominalista, programa que se reitera una vez y otra a lo largo de su libro: “La verdadera diferencia es la de los individuos, no la de los géneros”, “Creo que en realidad no se iguala ni por arriba ni por abajo. La condición de posibilidad de que la operación misma de igualar se plantee es que el punto de referencia ya no sea idéntico a sí mismo, que todo esté desplazado y trastocado. Presupone la crisis de los géneros y que la igualdad misma esté minada profundamente en lo que alguna vez pudo ser su univocidad”, “El feminismo aspira a un nominalismo radical, a una sociedad de individuos en que la diferenciación sexual no constituya géneros”, etc., todo lo cual concuerda con la aspiración de su racionalismo a “una razón, en fin, menos esencialista, más nominalista, más orientada al valor intrínseco de todo lo individual”. ¿Querrá decir lo mismo entonces “nominalismo” que individualismo?

En un cierto sentido la respuesta tendría que ser obviamente afirmativa. Y yo misma me he preguntado alguna vez por qué Celia Amorós prefiere hablar de nominalismo en lugar de hacerlo de “individualismo ético”. Después de todo, el individualismo ético vendría a sostener que no hay otros protagonistas morales que los individuos y que, por ende, sin individuos no habría ética posible. No creo que Celia Amorós disintiera de este último aserto, pero le añadiría a buen seguro una apostilla en que para ella se cifra ni más ni menos que la razón de ser del feminismo: a saber, que sin feminismo tampoco podría haber auténticos “individuos” (por lo que a las mujeres concierne, cabría incluso decir que el feminismo está llamado a proporcionarles su conciencia de tales individuos y constituye -sociohistóricamente hablando- la condición de posibilidad de su “principio de individuación”; y en lo que concierne a los varones, sería cosa de pararse a pensar si la individualidad no está sometida a una especie de “ley de los vasos comunicantes” que impide a cualquier individuo alcanzar plenamente su estatura sin que a la vez lo hagan el resto de sus semejantes, incluido naturalmente ese cincuenta por ciento de la humanidad cuya lucha por el reconocimiento ético trata de articular el feminismo). Quizás el individualismo ético se precipite, por lo tanto, al dar por supuesto un individuo que espera todavía a ser construído. Y para su construcción resulta indispensable, desde luego, el concurso femenino.

La cuestión del “nominalismo” para Celia Amorós vendría a representar el polo opuesto de cualquier reificación de la esencia de lo femenino. Pues pudiera ser que no todo feminismo se muestre reluctante a hablar de dicha “esencia”, esto es, de la feminidad. En la actual literatura feminista, el universo del discurso se divide por mitad entre el denominado “discurso de la diferencia” y el denominado “discurso de la igualdad”. Si no abiertamente esencialista, el de la diferencia es un discurso que insiste cuando menos en la reivindicación de valores característicamente femeninos, valores que, por lo demás, pudieran ser no tanto “esencialmente” femeninos cuanto serlo “existencialmente”, esto es, como el producto resultante de la experiencia de las mujeres a lo largo de la historia. Ahora bien, el discurso de la diferencia admite a su vez una diversidad de formulaciones, de entre las que hace al caso destacar dos fundamentales: la de una radicalización de la diferencia que, en último extremo, llevaría a configurar aquel discurso como un discurso “autometabólico” y hasta “autofágico”; y la de una propuesta de universalización de la diferencia, propuesta que suscita la pregunta acerca de bajo qué condiciones sería posible considerar las elaboraciones de determinados datos de la experiencia histórica de la mujer como “valores universalizables”.

Por lo que se refiere al primer punto, Amelia Valcárcel -a quien Celia Amorós remite- ha puesto de relieve, a propósito de las tesis de Valérie Solanas, cuáles pudieran ser las consecuencias de un extremoso radicalismo diferencialista: Abogar maniqueísticamente por una sociedad exclusiva de mujeres liquidando al macho -lo que lleva consigo la destrucción de las condiciones de reproducción de esa misma sociedad, ¡tanto peor para la autoperpetuación como producto de la megalomanía machista!- es constituir el discurso de la diferencia como discurso de la liquidación al mismo tiempo que liquidar el discurso de la diferencia”. Si no se desea regresar a la neutra indiferenciación del “estado inorgánico”, paradójica conclusión de un hincapié excesivo en la diferencialidad, no queda otra salida que someter la diferencia femenina a la prueba de la universalidad, pues “el discurso ético feminista o se universaliza o se pudre, y no precisamente para fecundar la tierra”.

Pero la propuesta de universalizar la diferencia tampoco se halla libre de paradojas para Celia Amorós: “Basta con representarse el espectáculo de una manifestación de mujeres reivindicando militantemente -y no veo cómo ello sería posible sin carga alguna de agresividad- los valores femeninos de la dulzura, la ternura y la emocionalidad”. En estas condiciones, se impone preguntarse “desde qué criterios determinar aquello que, del totum revolutum que constituye la subcultura femenina en la que consiste el ser social de la mujer, será promocionado al deber ser”. Pero la pregunta misma vendría a resultar ociosa si se toma en serio la siguiente afirmación de Simone de Beauvoir: “En verdad, las mujeres no han opuesto jamás valores hembras a los valores machos. Esa división ha sido inventada por hombres deseosos de mantener las prerrogativas masculinas, que sólo han querido crear en él a la mujer; pero, más allá de toda especificación sexual, el existente busca su justificación en el movimiento de su trascendencia, y la misma sumisión de la mujer provee una prueba. Lo que ellas reivindican hoy es ser reconocidas como existentes al mismo título que los hombres.”

Quien opine que afirmar tal no es sino aprobar al vencedor, podrá seguir pensando que “del mismo modo que los negros en determinado momento gritaron black is beautiful, las mujeres están autorizadas a reivindicar el serlo como una forma no menos digna y presentable en sociedad que cualquier otra de representar al ser humano que realmente existe.” Pero si es el varón quien ha inventado las diferencias, empecinarse en su reivindicación no sería sino otro modo de aceptar las definiciones patriarcales, lo que lleva a Celia Amorós a formular esta advertencia: “La reconciliación con nuestra propia diferencialidad es absolutamente necesaria en la medida en que ninguna lucha es posible ni nada podría ser construido desde la propia desvalorización, desde la depresión, producto de interiorizar la opresión del otro, el autoodio y la asunción como propia de la inferioridad que se nos atribuye. Ahora bien, no nos hagamos demasiadas ilusiones acerca de que el discurso de la diferencia vaya a darnos mucho más juego. Aunque no hubiera otras razones para sospecharlo, el entusiasmo que los hombres suelen manifestar ante nuestras declaraciones de que ser mujer es hermoso debería, al menos, ponernos en guardia con respecto a su ambigüedad” A fin de cuentas, hay más de una forma de “aprobar al vencedor”, y una de ellas “consiste en aceptar sus definiciones de la cultura, los valores, la trascendencia y la universalidad, y exigir, sencillamente, que se nos apliquen en los mismos términos”.

Tendríamos así no ya la reivindicación de una diferenciación radical sino la de una no menos radical igualación -igualación que, extremadas de nuevo las posiciones, llegaría en Amelia Válcarcel a reivindicar para las mujeres “el derecho al mal”, es decir, la aceptación por parte de éstas, sin paliativos ni tapujos, del código moral de los varones, con su bien conocida carga de competitividad, rapacidad y brutalidad, igualándose “por abajo” más bien que “por arriba” en “un discurso moral feminista verdaderamente universal en el que nose pretende mostrar la excelencia, sino reclamar el derecho a no ser excelente”-, reducción al absurdo de la polémica entre los discursos diferencialista e igualitarista ante la que Celia Amorós no puede por menos de conceder: “Ciertamente el varón es el portador y el definidor de la universalidad y un movimiento feminista con garra reivindicativa no puede dejar de tener presente como Amelia Válcarcel señala que por ese lado no hay más cera que la que arde y sacar las consecuencias prácticas oportunas”.

Ello no obstante y aun si el discurso de la igualdad ostenta la ventaja indudable de librarse de ambigüedades, no se ve libre de la complejidad impuesta por el hecho de que la política de tierra quemada practicada por todo sistema de dominación en crisis acaba “desvalorizando el terreno que cede”: el mismo mal se devaluaría cuando pudiesen practicarlo “todos por igual”. O dicho de otra manera cuando se pueda tener acceso a un privilegio “en condiciones de igualdad”, el privilegio habrá dejado de ser un “privilegio”. Lo que invita a meditar sobre si la igualdad “genérica” no será a la postre un objetivo tan inane como lo sería la “genérica” desigualdad o diferencia.

En nuestros días por lo demás se ha llegado ya al cabo de la calle de que -como ha insistido Chantal Mouffe- tampoco hay armonía preestablecida entre la lucha por la transformación de la sociedad en un sentido socialista y las luchas de los “nuevos movimientos sociales”. El viejo “sujeto revolucionario privilegiado” -que, encarnado en el proletariado, tendría por misión histórica la redención de la sociedad- ha dado paso, comenzando por los representantes de la clase obrera, a una pluriforme articulación individual de diferentes “posiciones de sujeto”. Una mujer podrá así ser trabajadora (y explotada por su patrón) y madre de familia (y oprimida por su marido), hallarse inscrita o no en un sindicato o un partido político y militar o no en un grupo feminista, o ecologista, o pacifista (además de pertenecer a una asociación de vecinos, una comunidad religiosa o un centro cultural), etcétera. El problema estribaría en saber si la pluralidad de posiciones de sujeto con potencialidades revolucionarias -en que el sujeto revolucionario se ha pulverizado- son “una mera yuxtaposición amorfa” o una dirección común, que -en el caso concreto de las mujeres- fuera a un tiempo anticapitalista y antipatriarcal.

Para Celia Amorós -más voluntarista en el fondo que optimista-, habría ahí una razón de cierto peso para no acabar de sepultar al un tanto oxidado “punto de vista de la totalidad” en el baúl de los juguetes rotos del marxismo. Pero no todos los juguetes rotos del marxismo merecerían de su parte idéntica indulgencia. Y para terminar citaré sólo el de la convergencia entre feminismo y ecologismo, tal y como, con el marxismo de trasfondo, juega a él Wolfgang Harich. El juguete de marras -decididamente herrumbroso- es la escatología marxista de costumbre, disfrazada esta vez de promesa de salvación ante los catastróficos agüeros ecológicos de la presente crisis civilizatoria.Y pese a su condición de jugador experto y avezado no se puede decir que las jugadas del un día discípulo de Bloch pequen de afortunadas, si es que no pecan de tramposas. La trampa si cabe hablar en esos términos reside en el intento de halagar a sus potenciales aliadas mediante la invocación soteriológica, como si de una dea ex machina se tratase, de “la mujer” que, qua naturaleza, estaría destinada a salvar a la naturaleza, correspondiéndole a “lo eterno femenino” nada menos que la misión histórica de personificar el relevo civilizatorio. Tras de cuanto llevamos visto, sabemos bien que Celia Amorós no es el tipo de feminista más propicia para dejarse seducir por esa clase de halagos, capaces de conjurar de una tacada los peores usos de la dicotomía naturaleza-cultura y los peores desusos del feminismo radical y de la diferencia.

Pero como esta vez nos las habemos con un varón filósofo no me resisto a transcribir en su integridad la irónica respuesta que suscitan en ella los tejos filosóficos de Harich: “Es curioso que teóricos marxistas, críticos de las insuficiencias y de los aspectos más decepcionantes de las realizaciones del llamado socialismo real, proyecten ahora en los valores y cualidades específicamente femeninos las expectativas soteriológicas en relación a las cuales la clase obrera parece haberles defraudado... Pero si los eventuales elementos soteriológicos y escatológicos del marxismo son justamente lo más caduco y lo más desacreditado, por favor ¡que no se lo endosen ahora al feminismo! (Los faraones y los escribas egipcios con su mitología de la diosa Isis eran según eso, vaya, feministas avant la lettre...) Ya está bien de vocación masoquista de la mujer y de heredar bancarrotas... Ya es hora seguramente de que se ponga en cuestión toda la filosofía de la historia soteriológicamente inspirada y fundamentada en supuestos tributarios de un problemático realismo de los universales (el proletariado, la feminidad), de que empecemos a pensar que, si no la salvación, al menos el adecuado encarrilamiento está en orientarnos hacia un sano nominalismo”. La defensa filosófica de la causa feminista se encuentra como podemos ver en buenas manos. En un país como el nuestro en que asistimos a una incipiente institucionalización de los women's studies, el palurdo académico de turno siempre podrá menospreciarlos zafiamente como “cosas de mujeres”. Y las propias filósofas feministas podrían también abandonarse a un cierto masoquismo residual que les lleve a pensar que algo anda mal en la filosofía patria -cuya salud que todo hay que decirlo tampoco es rozagante- para que les sea dado implantar en ella sus reales con el vigor que lo está haciendo. A tenor de lo dicho más arriba acerca de la política patriarcal de tiera quemada darían en creer que la desvalorización del terreno filosófico ha de acompañar -con la férrea necesidad de una “ley sociológica” (pero ojo que la “necesidad” de las leyes sociológicas nunca es “férrea”) a su creciente ecuación por las mujeres. Por lo que a mí respecta, pienso que el caso de Celia Amorós -que no es el único, aun cuando todas las feministas filósofas le reconozcan su indiscutible magisterio- opone un buen mentís a semejante ley, si es que se trata de una ley. Desde una cortés distancia hacia el otro género y desde una tan agradable fe de la mujer hacia ella misma, una no puede contemplar sino con la más viva simpatía el actual auge entre nosotros del “feminismo filosófico”. Su causa como queda sobradamente demostrada en la causa de la razón.

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Javier Muguerza

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