jueves, 10 de febrero de 2011

La Diosa Madre. Conclusiones

La Diosa Madre y las divinidades femeninas.


En la época prehistórica cuando la humanidad era pequeña, la duración de la vida corta y la mortalidad infantil grande, la capacidad reproductora de la mujer fue la principal oportunidad de supervivencia para el clan, la horda o la estirpe. Se recelaba, no obstante, de la fertilidad femenina, no reconocida aún como una consecuencia del apareamiento, sino como la intervención de un poder numinoso, lo que otorgó a la mujer una especial significación, un carácter mágico. Ella era un misterio primordial. El padre, por el contrario, seguía siendo desconocido, tanto como el dios padre. “Mater semper certa, pater semper incertus”, todavía se dice en el derecho romano.

Así las más antiguas estatuilla del paleolítico llegadas hasta nosotros son en su mayor parte representaciones femeninas, madres primordiales o ídolos de fertilidad, como acepta la mayoría de los investigadores, y no obscenidades del periodo glacia. Casi sin excepción son mujeres mayores, figuras maternas. Todo lo individual, y en especial el rostro, está disimulado, pero los caracteres sexuales, pechos, vientre, genitales, en cambio, están resaltados de tal modo que aparecen como lo “único real”. Todas en un avanzado estado de gestación, son evidentemente materializaciones de la energía, primordial, alumbradora y reproductora, de la mujer, tempranas precursoras de las diosas madres.

Si el matriarcado es más antiguo que el patriarcado, como la investigación confirma cada vez con más fuerza, el culto de la Gran Diosa Madre precede con toda probabilidad al del Dios Padre, su anterioridad está repetidamente atestiguada desde Grecia hasta México. Asimismo, la relación social humana más antigua debe de ser la de madre e hijo. La madre sirve de nexo en la familia primitiva, vela y da a luz. Así se convierte en representante de la Madre Tierra, de la Madre Luna, de la Gran Madre.

Esta adoración de la Gran Hembra se había visto favorecida por el desarrollo económico de la edad glacial tardía y por la sedentarización provisional de los cazadores de Eurasia central. En esas condiciones, la cabeza femenina de todo el linaje no sólo garantizaba la supervivencia del clan, sino que también se ocupaba de la alimentación y el vestido y, en tanto era la figura central del hogar común, incluso estrechaba los lazos existentes entre los moradores. Cuando aquel sedentarismo termina, desaparecen con él las esculturas femeninas.

Ahora bien, en el Neolítico, cuando paulatinamente comienzan a encontrarse imágenes fálicas y símbolos masculinos de fertilidad, hay, más o menos desde el quinto o el cuarto milenio, una gran cantidad de estatuillas femeninas. Las más antiguas proceden de Asia Occidental, especialmente de los alrededores de los templos. La cabeza apenas está insinuada y, por el contrario, los distintivos sexuales, pechos, vientre y vulva, están de nuevo fuertemente acentuados. Además la mayoría aparecen representadas en los prolegómenos del alumbramiento, esto es, en cuclillas: como se da a luz en el Oriente Próximo, todavía en la actualidad. En aquel tiempo, las figuras de este tipo son producidas en serie y vendidas a los visitantes de los templos. También en el sudeste europeo surgen figuras femeninas de culto que debían de pertenecer a diversos ajuares. Las hay, en fin, en toda Europa, en España, en Francia, en Irlanda y también en el Nordeste.

De esta manera, con el tiempo, se va formando la idea de una madre divina, sobre todo en las regiones de colonización agraria. Su religión se relaciona estrechamente con la revolución económica que supusieron los primeros cultivos, una forma agraria de economía y de existencia que se origina en Asia muchos milenios antes de Cristo y que proporciona de nuevo a la mujer una creciente consideración. En efecto, como centro del clan y dispensadora de alimento, el hogar fue también el primer altar, como administradora de las provisiones, productora de recipientes y vestidos, en suma, como creadora de los fundamentos de la cultura humana, muchas veces consigue un prestigio extraordinario, caracterizado, desde el punto de vista jurídico, por el derecho materno y la sucesión matrilineal y desde el punto de vista religioso, precisamente por las diosas madres. Y es que cuando la humanidad se vincula al suelo y a la propiedad, el significado de la descendencia aumenta y, con la fertilidad de la mujer, también aumenta la significación del suelo que ella trabaja y con el que el hombre la equipara sin reservas en el plano místico, creyendo en una correlación de la función reproductora de ambos.

La tierra, seno materno de todo lo viviente, pensada desde siempre como diosa maternal, es la “figura divina más antigua, la más venerada y también la más misteriosa”, o como Sófocles dice “la más excelsa entre los dioses”. Según las más antiguas creencias griegas, todo lo que crece y fluye procede de ella, incluso los hombres y los dioses. En Grecia, una serie de cultos ampliamente extendidos estuvieron dedicados a la Tierra como madre absoluta, gran diosa de la más antigua religión helena; en Olimpia precedió a Zeus, en Delfos a Apolo, en Esparta y Tegea hubo altares consagrados a ella. Hasta en el más antiguo escrito sagrado de la India se lee ya la expresión “Madre Tierra”.

Y en las culturas matriarcales se equipara a la Tierra con la mujer, pues la vida surge de ambos cuerpos, el linaje sobrevive mediante las dos. En la mujer se encarnan la fuerza germinal y la fertilidad de la naturaleza, y la naturaleza regala vida en analogía con la mujer cuando pare. Los hijos y las cosechas aparecen como dones sobrenaturales, productos de un poder mágico. Hasta la época moderna, la mujer ha estado más estrechamente relacionada que el hombre con las fiestas de la fertilidad y los ritos agrícolas. “Respecto a la Tierra, el hombre es extraño, la mujer, lo autóctono… Ella es la continuación de la Tierra”. Son palabras todavía empleadas por el físico romántico Johann Wilhelm Ritter.


En la primera época de la cultura agraria aparecen por todas partes las divinidades femeninas, en las que se adora el secreto de la fertilidad, el ciclo eterno de la sucesión y la extinción. En toda la región mediterránea, en todo el Oriente Próximo, e incluso en la religión india anterior a los arios, se celebran fiestas de diosas de la fertilidad y de la maternidad, todas eclipsadas por la Gran Madre, creadora de toda vida que, aunque ya antes fuera imaginada como una joven, podrá ser festejada en Canaán, casi al mismo tiempo, como “doncella” y “abuela de todos los pueblos”.

Para adorarla, los hombres erigen un templo tras otro, las representan de mil formas, en estatuas monumentales, en pequeños ídolos, mayestática, vital, con caderas pronunciadas y vulva saliente, aunque también como una esbelta vampiresa, demoníaca, con grandes ojos y mirada enigmática. De pie o desde su trono, amamanta al hijo divino, irradia energía y fuerza, el sacrum sexuale. Sentada y abierta de piernas, muestra su sexo, con los otros dioses tendidos a sus pies. Aprieta sus pechos exuberantes, bendice, agita símbolos de fertilidad, tallos de azucena, gavillas de cereal o serpientes. Levanta un cuenco del cual fluye el agua de la vida, y los pliegues de su vestido rebosan de frutos.

Tenemos testimonios de ella como diosa principal hacia el 3200 a. C. La conoce ya la religión sumeria, la más antigua de la que sepamos algo, “en aquel tiempo, ni siquiera se hacía mención de un Padre Absoluto”. Su imagen se encuentra en el arca sagrada de Uruk, ciudad mesopotámica cuyos orígenes se remontan a la prehistoria. La adoran en Nínive, Babilonia, Assur y Menfis. La podemos descubrir también en la forma de la india Mahadevi, gran diosa; la vemos en innumerables matres o matrae, las diosas madres de los celtas, cubiertas de flores, frutos, cuernos de la abundancia o niños, y, no en último lugar, la podemos identificar en Egipto bajo los rasgos de Isis, el modelo casi exacto de la María cristiana.

Su aspecto cambia, entra en escena unas veces como madre o como “virgen” y “embarazada inmaculada” o como diosa del combate, a caballo y con armas y por supuesto bajo diferentes formas animales, por ejemplo, en la figura de un pez, una yegua o una vaca. E igualmente cambian sus nombres. Los sumerios la llaman Inanna, los kurritas Sauska, los asirios Militta, los babilonios Ishtar, los sirios Atargatis, los fenicios Astarté, los escritos del Antiguo Testamento la denominan Asera, Anat o Baalat, la compañera de Baal, los frigios Cibeles, los griegos Gaya, Rhea o Afrodita, los romanos Magna Mater. El emperador Augusto reconstruyó en el Palatino sus templos, destruidos por el fuego, y el propio emperador Juliano abogó por ella. Adorada desde la época prehistórica, su imagen es “el ídolo más antiguo de la humanidad” y la característica más constante de los testimonios arqueológicos en todo el mundo.

La Gran madre, que aparece en montañas y bosques o junto a ciertas fuentes, cuya fuerza vital y bendiciones se sienten de año en año, es la guardiana del mundo vegetal, de la tierra fructífera, la idea misma de la belleza, del amor sensual, de la sexualidad desbordante, señora también de los animales. Los más sagrados son, para ella, las palomas, los peces y las serpientes: la paloma es una antigua imagen de la vida, probablemente ya en el Neolítico, el pez, un típico símbolo del pene y la fertilidad; y la serpiente, a causa de su similitud con el falo, también es un animal sexual, que expresa la generación y la fuerza. En el cristianismo, tan dado a invertir valores, la paloma representar al Espíritu Santo, el pez se convertirá en el símbolo de la eucaristía, la palabra griega “ichthys” forma un anagrama del nombre “Jesucristo, Hijo de Dios, Salvador, -Jesus Christos Theous Hyios Soter-; y la serpiente personificará lo negativo desde el primer libro de la Biblia, siendo rebajada a símbolo del Mal, que se deslizará furtivamente junto a los zócalos o entre las columnas de las iglesias medievales.

La Gran Madre, sin embargo, no está ligada sólo con la tierra, con lo telúrico. Su destello se extiende, ya entre los sumerios, “por la ladera del Cielo”, es “Señora del Cielo”, diosa de la estrella Ishtar, la Estrella de la Mañana y el Atardecer, con la que es identificada hacia el 2000 a. C., es Belti, como también la denominan los Babilonios, es decir, literalmente, “Nuestra Señora”; es según Apuleyo, “señora y madre de todas las cosas”, la santa, clemente y misericordiosa, la virgen, una diosa que, sin quedar embarazada, da a luz.

Y de acuerdo con los testimonios más antiguos, accede al Mundo Inferior, donde toda vida terrena se extingue, hasta que la rescata de nuevo el dios Ea, señor, entre los sumerios y los babilonios, de las profundidades marinas y de las fuentes que brotan de ellas.

La Gran Madre es amada, ensalzada y cortejada, los himnos dedicados a ella recuerdan los salmos del Antiguo Testamento, a los que no son inferiores ni en belleza ni en intimidad. En la mitología griega, ella es Magna Mater Deorum, la madre de Zeus, Poseidón y Hades; por tanto la “reina de todos los dioses”, “la base sobre la que se asienta el estado divino”. En sus variantes hindúes, se llama Uma, Annapurna, “la de pingües alimentos”, o también Kali, la “negra”, o Cani, la “salvaje”. Así pues, muestra, tanto en el panteón mediterráneo como en el del Oriente Próximo o el hindú, una especie de doble rostro, teniendo, junto a su esencia creadora y protectora de la vida, otra bélica, cruel, aniquiladora, lo que también se repite en María. La “madre feraz” se convierte en “madre feroz” en especial entre los asirios, por supuesto en Esparta, como diosa de la guerra, y en la India, como “la Oscura, tiempo que todo lo devora, señora de los osarios, coronada de huesos”. “Las cabezas de tus hijos recién fallecidos penden de tu cuello como un collar” canta un poeta hindú”. “Tu figura es hermosa como las nubes de lluvia, tus pies están completamente ensangrentados”. Refleja el círculo de la vida natural, pero sobre todo las fuerzas generativas. Pues, de la misma manera que destruye, crea de nuevo, allí donde mata, devuelve la vida: Noche y Día, Nacimiento y Muerte. Surgir y Parecer, los horrores de la vida y sus alegrías proceden de las mismas fuentes, todos los seres surgen del seno de la Gran Madre y a él regresan.




Conclusiones.-

Hemos visto el estudio de la singularidad de un género y de un sexo, a través de diversas autoras y autores que han estudiado sobre ello, nuestra conclusión es que la mujer debe reivindicar su identidad cada vez con más fuerza pero asimismo no debe crear una rivalidad con ella misma ni con el hombre. En el sentido de que la diferencia sexuada también cumple una función en la vida, la de defender la vida, hemos de progresar entendiendo la evolución humana y de los géneros sexuados, en conclusión hemos de atribuir una igualdad pero con diferencias de notas sensibles, para igualarnos en el sentido de valor, la mujer siempre ha sido valorada por la cultura de distinta manera que el hombre y lo seguirá siendo ante esa función de la vida, porque no podemos negar los condicionantes biológicos de la explotación de su género, en definitiva, habríamos de avanzar hacia una igualdad de valor pero con diferencias, que habría que construir desde las genealogías masculinas y femeninas, en una figuración nueva de las genealogías femeninas, en su vida doméstica y familiar, y en su vida social y pública, dando a la mujer la dignidad también frente al hombre y a través de él, en equiparación. Las genealogías masculinas tienen atribuidas muchas notas que desvalorizan y nos las encomiendan a las mujeres, o se dedican a asuntos que culturalmente no nos han interesado a nosotras como la guerra, la mujer está capturada también en todos estos deberes y aspectos sociales, dentro de una economía de mercado, que la obligan a formar parte de ella, pero ella representa a su vez otras cualidades, como la madre, su valor de némesis, de recuerdo, hacia su cultura, de mediadora con el pueblo, con los otros, como valor social. Y en una ciudadanía moderna y cosmopolita la mujer se integra en la sociedad como una consecuencia más de esos avances culturales.

El sujeto femenino favorece así una relación con el otro género, que es algo que el sujeto masculino no hace. Esta preferencia por un sujeto masculino compañero de diálogo demuestra por una parte alienación cultural, pero también señala otros varios aspectos del sujeto femenino. La mujer conoce al otro género mejor que el hombre: ella lo engendra en sí misma; ella lo cuida desde el nacimiento; lo alimenta de su propio cuerpo; lo experimenta en ella en el amor. Su relación con la trascendencia del otro es, en consecuencia, diferente de lo que es experimentado por el hombre; siempre se mantiene exterior a él, siempre se inscribe en el misterio y la ambivalencia del origen, materna o paterna. La mujer tiene una relación con el hombre vinculada más estrechamente a la comunicación carnal, a una experiencia sensible, a una vivencia inmanente, incluidas en la generación. Sin duda, ella experimenta la alteridad del otro a través de su comportamiento extraño, de su resistencia a sus [a los de ella] sueños, a sus deseos. Pero ella debe construir esta trascendencia dentro de la horizontalidad misma, en una vida compartida que respeta absolutamente al otro como otro, y más allá de todas las intuiciones, sensaciones, experiencias o conocimiento que ella pueda tener de él. Su gusto por el diálogo podría terminar haciendo al otro como otro en un gesto reductivo si ella no construyera la trascendencia del otro como tal, como irreductibilidad con respecto a ella: a través de fusión, contigüidad, empatía, imitación.

Hemos tratado de indicar un camino hacia esta construcción de la trascendencia del otro. La operación del negativo, que habitualmente se ejerce para pasar a un grado superior en el proceso de devenir sí mismo en un movimiento dialéctico entre sí y debería ejercerse entre dos sujetos para evitar la reducción del dos al uno, del otro a lo mismo. Por supuesto se trata entonces de un negativo aplicado a mí mismo, en mi devenir subjetivo, pero para marcar la irreductibilidad entre el otro y yo y no para reabsorber la exterioridad en mí mismo. Como diría Luce Irigaray, en "La cuestión del otro": "A través de este gesto, el sujeto renuncia a ser uno y único. Respeta al otro, al dos, en la relación intersubjetiva. Este gesto debe ser aplicado primero de todo a la relación entre los géneros, ya que la alteridad de género es real y nos permite rearticular la naturaleza en relación a la cultura de un modo más ético y más verdadero, superando así la falla esencial de nuestro devenir espiritual denunciado por Hegel a propósito del exilio y de la muerte de Antígona (La Fenomenología del Espíritu, cap. IV).

Este movimiento histórico desde el sujeto uno y único a la existencia de dos sujetos de igual valor e igual dignidad me parece que es una tarea apropiada a las mujeres, tanto a nivel filosófico como político. Las mujeres, como ya he señalado, están destinadas, más que el hombre, a la relación de dos, y en particular a la relación con el otro. Como resultado de esta propiedad de su subjetividad, pueden expandir los horizontes del uno, de lo similar, y aún de lo múltiple, para afirmarse como un sujeto otro [sujet autre], e imponer un dos que no sea segundo. Lograr su liberación, implica además, que reconocen al otro como otro, pues de lo contrario sólo cerrarían el círculo que rodea al sujeto único. Reconocer al hombre como otro representa así una tarea ética apropiada a las mujeres, pero es también un escalón necesario hacia la afirmación de su autonomía. Además, el despliegue de lo negativo que es requerido para completar esta tarea les permite moverse desde una identidad natural a otra cultural y civil, sin dejar atrás la (su) naturaleza gracias a la pertenencia a un género. De ahora en adelante, lo negativo intervendrá en todas las relaciones con el otro: en el lenguaje por supuesto (desde “Te amo a ti”), pero también en la percepción a través de ojos y oídos, y aún a través del tacto. En Ser dos, trato de definir un nuevo modo de aproximación al otro, incluso a través de las caricias. Tener éxito en este movimiento revolucionario desde la afirmación del yo como otro al reconocimiento del hombre como otro es un gesto también nos permite promover el reconocimiento de todas las formas de otros sin jerarquía, privilegio, o autoridad sobre ellos: trátese de diferencias de raza, edad, cultura o religión. Reemplazar el uno por el dos en la diferencia sexual constituye así un gesto filosófico y político decisivo, que renuncia al ser uno o plural para pasar al ser dos como fundamento necesario de una nueva ontología, de una nueva ética, de una nueva política donde el otro es reconocido como otro y como lo mismo: más grande o más pequeño que yo, o mejor igual a mi."

el sacrificio de las Danaides

Hablaré sobre el sacrificio de las Danaides, del que habla en este texto Johann Jacob Bachofen, historiador alemán, por lo visto las Danaides eran mujeres que practicaban el uxoricidio, el suicidio después del enlace matrimonial, porque tenían el privilegio de elegir a sus maridos, en su cultura ginecocrática, era un superior derecho de la mujer, pero cuando fueron vencidas por ciertas reglas y se instauró el derecho de los hombres a elegir, ellas desobedecieron autoinmolándose en vida con lo que se llamó nupcias sangrientas, crímenes sacrílegos de sangre o el sacrificio sangriento de su derecho:

Celebridad semejante a la de las lemnias alcanzaron las Danaides, y también las sangrientas nupcias de las hijas de Dánao están en una íntima relación con la ginecocracia de la época antigua. Walker fue el primero en poner de manifiesto en la trilogía de Esquilo Prometeo, no obstante sin señalar de una manera satisfactoria en qué forma se imaginaba esta relación. Me impongo ante todo la tarea de poner de manifiesto aquel aspecto de la ginecocracia al que se asocia el crimen de las Danaides, y solamente desde el cual puede ser interpretado correctamente. La ginecocracia comprende el derecho de la mujer de escoger a su marido. Este es un aspecto del que no hemos sabido nada hasta el momento, y sin embargo justamente este rasgo es esencial para la descripción de aquellas condiciones primitivas de la sociedad humana. La mujer elige al hombre, al cual ella está destinada a dominar en el matrimonio. Ambos derechos están en una relación necesaria. La hegemonía de la mujer comienza con su propia elección. Corteja la mujer, no el hombre. La mujer se da en matrimonio, ella cierra el contrato, no es entregada ni por el padre ni por los agnados del hombre. Como es notorio, esto es una consecuencia inmediata de todo lo anterior. Pero también el Derecho patrimonial de la ginecocracia exige lo mismo. Ya hemos visto más arriba que según el Derecho materno, solamente la hija heredará los bienes, mientras que los descendientes varones permanecían excluidos de ellos. La mujer tenía asimismo una dote sin intervención del padre o del hermano, y por esto está colocada en una posición independiente de ellos para concluir un matrimonio. Que esta consecuencia es correcta lo demuestra la noticia de Herodoto, sobre las mujeres de Lidia. Herodoto los llama Energazomenai paidiskai, y son como lo explican correctamente Valkenaer y Baer, ai en heaytaîs ergazomenai paidískai. Asimismo porque las lidias poseían bienes propios escogían marido, y se daban ella mismas en matrimonio. Elocant se ipsae. Lo mismo declara Plauto (Cistelaria) de las mujeres túsculas: ex tusco modo tute tibi dotem quaeris corpore, y también aquí debe haber tenido la misma consecuencia, el se ipsas elocare de las mujeres. En efecto, encontramos también entre los estruscos las huellas más indudables y los ecos del matriarcado, particularmente el realzamiento del linaje materno en su genealogía, sobre lo que volveremos en una ocasión posterior. El mismo hetairismo como fuente para la dote fue señalado también para las mujeres egipcias.

El ekddidoaassi de aytai heoytas de Herodoto debe estar en vigor en todas partes donde las mujeres poseen bienes propios; y puesto que éste es el caso también de aquellas ginecocracias sin hetairismo, entonces resulta que en aquella ginecocracia la mujer elige al hombre y se entrega ella misma en matrimonio. El derecho de elección de las muchachas se encuentra también reconocido en otras tradiciones. Para las galas -cuya elevada posición ya destacada en el tratado de Aníbal, en el que quizás la decisión de los litigios era asignada a las matronas galas-, se atestigua en el relato de Petta, la hija del rey Segóbriga, Nanus. Ella es la que entra en la asamblea de los pretendientes y aquí, conforme a la costumbre, ofrece al elegido un recipiente dorado lleno de agua. Euseno, el huésped de Focea, lo recibe de su mano. De aquí, en adelante, ella es llamada por esto Aristoxena. De su hija Protis descienden los Protiadas.

Este sistema está todavía más completamente formado entre los cántabros, de los que Estrabón refiere lo siguiente: “Entre los cántabros, los hombres dan dote a las mujeres. También entre ellos sólo las hijas heredan. Las hermanas otorgan esposa a los hermanos. En todas estas costumbres subyace la ginecocracia”. En esta configuración del Derecho femenino se manifiesta la realización más perfecta del sistema ginecocrático, de modo tan extremado como no aparece en ningún otro pueblo. Pero tanto más firmemente la autoelección por parte de la hija es conservada en el Derecho. El dato conservado por Paunasias del mito de las Danaides supone una confirmación mas digna de atención de esta interpretación. Para casar a sus hijas manchadas por el crimen, Dánao anunció que no pediría dote ni esponsales (hédnon aneyh dosein) sino que elegiría a aquel que les gustase más. Entonces solamente se presentaron unos pocos. Por esto el padre se vio obligado a modificar su sistema. Dispuso un concurso de carrera, y cedió a cada vencedor la elección de su novia. Allí tenemos el antiguo sistema, y aquí el nuevo. Según el Derecho paterno, las cosas están así: aquí el progenitor, en virtud de su autoridad, da a su hija en matrimonio, y la dota. Esponsales y dote pertenecen exclusivamente al patriarcado, caen fuera del sistema del matriarcado; aquí la hija tiene Derecho y bienes propios. Según el antiguo Derecho romano, la locura del padre impediría todo contrato, y también la elocación de la hija.

Esta oposición muestra al Derecho de la ginecocracia en toda su singularidad, y justamente a esto se asocia el mito de las Danaides. En todas las versiones de la leyenda, y también en las Danaides de Esquilo, el horror ante la forzada unión es el eje de todo el suceso. Los hijos de Egipto violan con sacrílega insolencia el Derecho de las doncellas de disponer libremente de sí mismas. Lo es la forzada unión matrimonial, que las jóvenes consideran como una violación de su Derecho superior, ante la que ellas preferirían la muerte, y que ellas, puesto que les es impuesta, vengan mediante las bodas sangrientas. Las mismas ideas exponen Las Suplicantes cuando ellas, presintiendo a lo inevitable, fatal, unión, gritan en Esquilo:

“Sucede entonces lo que nos es impuesto por el destino. Inabarcable es Zeus eterno, nunca vacilan sus decisiones. Así en este matrimonio general se muestra este destino: Que de la mujer es la hegemonía”.

Una sentencia que es tanto más importante, puesto que se opone a todas las costumbres y principios de la época más tardía. Los escritos de los antiguos contienen numerosas sentencias mediante las que la hegemonía de la mujer en el hogar es representada como el mayor mal, y por esto previenen contra la unión con mujeres ricas. Para poner de manifiesto la oposición contra el Derecho de la época antigua y la pretensión de las Danaides, deben ser mencionadas aquí las manifestaciones de dos escritores, Aristóteles y el poeta cómico Menandro. “El sexo masculino, se dcie (Política) es más adecuado para gobernar que el femenino. Hay una diferencia entre las virtudes del hombre y las de la mujer, entre la valentía masculina y femenina, templanza y justicia. La valentía masculina es apropiada para dirigir, la femenina para seguir y así pasa también con los demás”. Menandro (Reliq.) dice:

“Representar un papel secundario siempre conviene a la mujer;
Pero la dirección corresponde al hombre.
Un hogar en el que la mujer tiene el papel principal
Debe hundirse inevitablemente, tarde o temprano”.

En algunos lugares de su obra, Esquilo ha mencionado de paso ideas como el horror ante el grado matrimonial prohibido, ante el incesto, que empuja a las doncellas a la resistencia, luego a la huida y finalmente a aquella acción desesperada. Pero esta alusión es completamente extraña a la idea del tiempo primitivo al que pertenece el suceso. El Derecho matrimonial de la época tardía no valía entonces. También Grecia proporciona ejemplos de matrimonio entre hermanos, también Juno se llama esposa y hermana de Zeus; sobre todo, es conocido en Egipto y en efecto la unión de Isis y Osiris, que ya comienza en la oscuridad del seno materno de Rea, muestra que descansa profundamente en la esencia de la religión del Nilo, por la que no sólo no fue rechazada, sino incluso objeto de las más altas bendiciones.

Asimismo, el horror ante el incesto no condujo a las Danaides a su sangriento crimen. No defienden una prescripción del Derecho matrimonial; lo que ellas reivindican como el más elevado derecho es la hegemonía de la mujer sobre el hombre, particularmente en tanto que se manifiesta la libre elección de éste. Los sacrílegos hijos de Egipto deben sucumbir en sacrificio sangriento a este Derecho, a esta ley fundamental del mundo antiguo, de la ginecocracia fundada en la religión. En todas las versiones de la leyenda, la fuerza, la insolente fuerza, está del lado de los hijos de Egipto, y el Derecho del lado de las Danaides. En efecto, esto es así hasta el extremo de que los dioses cuidan de las jóvenes; Atenea, a la que le elevan un templo en Rodas, a la que también Dánao construyó uno (Pausanias). Luego su obligación sagrada, que fue escarnecida por los hijos de Egipto, era vengar el Derecho de la mujer insolentemente violado, su libertad y su hegemonía en el hogar y en el Estado, a través de la muerte de su esposo impuesto, y afianzarlo de nuevo. En esto está el primer motivo de las sangrientas nupcias argivas en su rigor y veracidad originarios. Pertenecen a aquella ginecocracia de los tiempos primitivos que castiga con la sangre del sacrílego en Lemnos la infidelidad de los esposos, y en el linaje de Io el matrimonio forzado, y la sumisión, ligada con esto, de la mujer a la hegemonía del hombre. Según este contexto, debe aparecer como una idea osada de Esquilo presentar estas sangrientas nupcias a sus contemporáneos enun trilogía particular. Desde hacía mucho tiempo, estaba vencida aquella ginecocracia de los tiempos antiguos, desaparecida del modo de ver las cosas del pueblo, desaparecida también del recuerdo. ¿Debían ahora las Danaides y no antes aparecer a la luz como monstruos empapados en sangre? ¿Qué acogida podían encontrar, si en el tercer acto, desgraciadamente no conservado, de la trilogía, aparecían en escena vanagloriándose conscientemente del crimen horrible, pero justo, del tálamo, el aposento mortal de los hijos de Egipto, y si unidas al coro, triunfantes, ejecutaban su tarea?

¿Con qué sentimientos escucharíamos hoy en día la idea del pasado de un sexo extraño a tal tarea, si también al arte más elevado la emprende para adornarla con toda la magia de la poesía? Y sin embargo, incluso después de la desaparición de la ginecocracia de la vida y del modo de pensar, el crimen de las Danaides ofreció un tema útil, conmovedor, rico en contrastes, motivo que ha conservado su fuerza y su vivacidad en todas las épocas; es la defensa del derecho del corazón contra la unión sin cariño, contra aquella sacrílega codicia de los hijos de Egipto, que solamente intentaban conseguir el poder. Este es también el aspecto por el que Esquilo muestra especial interés en Las Suplicantes. Así, consigue una audiencia actual para las angustiadas doncellas, cuyo temor siempre acrecentado, su temblor de palomas, conforma una oposición tan conmovedora al heroísmo posterior de la desesperación. Si esto no puede dejar de hacer efecto en una época tan extraña, tan posterior al mundo primitivo, cuánto más conmovedor debería aparecer si nosotros llevásemos a nuestro punto de vista la época de la ginecocracia todavía no debilitada, rodeada del beneplácito de la religión. Las Danaides estaban justificadas en aquella concepción debilitada, puesto que ¡cuánto más grandioso, más justo aparece su crimen según la forma de pensar de aquel tiempo primitivo! Nosotros retenemos este aspecto, y así desaparece todo lo chocante, y lo que era incomprensible se hace inteligible. Desde el punto de vista de la ginecocracia, las mujeres no debían autoinmolarse, como Lucrecia, aunque Esquilo les atribuya esta idea para asustar con ella al pacífico Pelasgo; ellas no deben soportar, deben obrar, castigar el sacrilegio, mantener erguido el Derecho de la ginecocracia, el Derecho superior de la mujer, mediante el asesinato. Con el suicidio, hubieran vencido a los hombres, pero a cambio de sucumbir ellas. Por esto era digno de atención que las nupcias llegaran a celebrarse, con lo que el triunfo final del poder femenino resultaba más esplendoroso a partir del engañoso triunfo del Derecho masculino. Así las Danaides aparecen con la grandeza heroica de las Amazonas, que allí donde es válido defienden el derecho a su poder, y no prestan oído a ninguna consideración de ternura; nunca deben ser tiernas, y prefieren ser llamadas sanguinarias y terribles a amables y cariñosas. También en esto yace un aspecto de la naturaleza femenina que es razonable en aquella época, pero que sólo puede estar claro en el período de la ginecocracia más acabada.

El carácter amazónico de las Danaides es también indicado en la leyenda; el escoliasta a Apolonio llama a Mirtilo, el auriga de Enomao, hijo de Hermes y de la Danaide Faetusa, mientras que otros le dan como madre a la Amazona Mirto. De la epopeya que cantaba su lucha contra la codicia de sus primos, Clemente de Alejandría (Stromata) ha conservado dos versos, en los que las cincuenta doncellas se arman a orillas del Nilo, y en Esquilo el rey pelasgo, que se asombra de su extraño carácter dice:

“Si llevaseis arcos, os hubiera tomado
por Amazonas sin marido, comedoras de carne cruda”.

Las guerreras femeninas aparecen de preferencia como arqueras, especialmente en los vasos, para lo cual solamente recuerdo aquí los ya mencionados de los Museos Británico y de Karlsruhe. Este carácter aparece en su máximo nivel en las sangrientas nupcias de las Danaides, justamente del mismo modo que el amazonismo de las lemnias se muestra en el asesinato de los hombres. Tanto un crimen como el otro están tan dentro del espíritu de la antigua ginecocracia que yo no tengo reparos en reivindicar para el crimen de las Danaides la misma historicidad. Esta historicidad es completamente distinta a la que proporciona Tucídides. Historicidad y exactitud son dos cosas distintas. Los relatos de los tiempos pasados pueden no tener esto último. Se deben medir con su propia escala. Ningún detalle de la gran lucha con la que Hera buscaba castigar el crimen sacrílego de Io en sus descendientes tiene más pretensiones de crédito que otro. Pero la clave del suceso, la lucha por el poder entre familias emparentadas a causa de la preferencia del linaje femenino o masculino, no es ningún mito, sino un acontecimiento del género humano real, verosímil, sucedido más de una vez en condiciones semejantes. Quiero mencionar aquí solamente la lucha de los telebeos contra Electrión. Los telebeos arcanienses fueron a Tebas contra Electrión y reclamaron la propiedad que les pertenecía por su madre Hipotoe. Se inició una lucha en la cal sucumbieron los electriónidas. Pero el Derecho materno, que aquí se impone, es derribado por Heracles. Alcmena promete su mano y su poder al héroe que vengue a su padre y hermanos. Heracles se muestra aquí también como campeón del Derecho masculino (escolio a Apolonio). Crímenes como el de las Danaides son inventados en épocas cultas, arreglados según el gusto de los contemporáneos, suavizados en la mayoría de los casos, y debilitados en sus rasgos demasiado crueles. Las nupcias sangrientas de las Danaides sin darle ninguna poesía, pero tampoco sin quitársela.

Consideradas desde el punto de vista correcto, entonces todo se ordena en un conjunto comprensible. Lo extraño desaparece, lo incomprensible se hace inteligible. En efecto, se relaciona tan exactamente con el espíritu de la época antigua, con aquel de la antigua comedia, también llamada farsa, de los tiempos pasados, que el suceso parece estar ausente de la historia de la humanidad y de aquel periodo de ginecocracia sólo porque no queremos conocerlo. Durante tales épocas, nuestra raza ha pasado el control más sangriento. En efecto, muchas tradiciones son tratadas por nuestros contemporáneos solamente como farsas estúpidas de los tiempos pasados, porque con mucha frecuencia faltaba la clave para su comprensión, la familiaridad con sus ideas, y lo que es peor, el amor a la Antigüedad incluso en grandes eruditos.

sábado, 5 de febrero de 2011

la necesidad de derechos específicos de las mujeres

"En esos trabajos, también comencé a hablar de la necesidad de derechos específicos de las mujeres. Como he escrito en otro lugar, es mi opinión que la liberación de la mujeres no puede progresar sin realizar este paso, tanto en el nivel del reconocimiento social como en el nivel del crecimiento individual y de las relaciones comunitarias, entre mujeres y entre mujeres y hombres. Estas propuestas jurídicas fueron vistas con marcado interés y cierta desconfianza: interés de parte de los no especialistas, mujeres no feministas que comprendieron la importancia de lo que está en juego, interés también de parte de feministas en ciertos países que desde hace tiempo han estado preocupadas por la necesaria mediación de la ley en la liberación humana, y particularmente en la liberación de las mujeres. La resistencia viene a las mujeres de dos persuasiones diferentes. Las mujeres a favor del igualitarismo no comprenden la necesidad de derechos especiales para las mujeres; acuerdan en que deben ser obtenidos derechos iguales a los de los hombres; están listas para luchar en contra de la discriminación; pero no prestan atención al hecho de que las mujeres son forzadas a realizar elecciones específicas en sus relaciones con los hombres, y que las elecciones no pueden permanecer individuales o privadas sino que deben ser garantizadas por la ley: la libre elección de la maternidad, la elección de los ritmos de trabajo, la elección de la sexualidad, la elección de quien cuidará a los menores en caso de divorcio o de separación, sino también en el caso de matrimonios multiculturales donde los derechos positivos para las mujeres no les permite moverse desde el estado de naturaleza al estado de civilidad: la mayoría siguen siendo cuerpos-naturaleza [corps-nature], sujetos al Estado, a la Iglesia, al padre y al esposo, sin acceso al status de personas civiles responsables de sí mismas y la comunidad. Esta necesidad de derechos civiles específicos de las mujeres también es impugnada por mujeres que son más sensibles a la cultura política de la diferencia pero temen que la ley requiera la sujeción al Estado. Sin embargo, los derechos civiles para las personas individuales representan, por el contrario, una garantía que los ciudadanos pueden oponer al poder del Estado como tal; mantienen una tensión entre los individuos y el Estado, y pueden también asegurar la evolución de una sociedad controlada estatalmente hacia una sociedad civil, cuyo carácter democrático sería respaldado por los derechos individuales de la gente.

Sólo puedo esperar que las mujeres comprendan y fomenten lo que está en juego en los derechos individuales, tanto porque esos derechos son esenciales para protegerlas y afirmar su identidad, como porque ellas están más preparadas, en tanto sujetos femeninos, para tener interés en los derechos que tienen que ver con las personas y con las relaciones entre ellas, más que en los derechos determinados por ventajas —posesiones, propiedades, pertenencias—, derechos que componen la mayoría de los códigos civiles masculinos. Se trataría pues de completar los códigos civiles y constituciones existentes con derechos para las mujeres y con derechos definidos de acuerdo a su espíritu [génie], es decir, más allá de la especificidad sexual, para los ciudadanos y ciudadanas en tanto que personas".

Luce Irigaray: The Question of the Otheren Yale French Studies, nº 87, "AnotherLook, Another Woman", ed. Huffer, 1995, Yale University, trad. de Noah Guynn. La question de l’autre en Labrys: études féministes, numéro 1-2, juillet/décembre 2002. Traducción al español por Eduardo Mattio.

la cuestión del otro

"El foco principal de mi trabajo sobre la subjetividad femenina es, en cierto modo, el inverso que el de Beauvoir al menos en lo que concierne a la cuestión del otro. En lugar de decir, “yo no quiero ser lo otro del sujeto masculino y, a fin de evitar ser lo otro, exijo ser su igual”, digo: “La cuestión del otro ha sido pobremente formulada en la tradición occidental, pues el otro es siempre visto como el otro de lo mismo, el otro del sujeto mismo, más que un otro sujeto [un autre sujet], irreductible al sujeto masculino y de una dignidad equivalente”. Todo se reduce a la misma cosa: en nuestra tradición nunca hubo en verdad un otro del sujeto filosófico, o más generalmente, del sujeto político y cultural. El otro —De la otra mujer, el subtítulo de Speculum— debe ser comprendido como un sustantivo. En francés, pero también en otras lenguas, tales como el italiano o el inglés, este sustantivo se supone que designa al hombre y a la mujer. Con su subtítulo, quise mostrar que el otro no es, de hecho, neutral, ni gramatical, ni semánticamente, que no es, o que ya no es, posible designar indiferentemente tanto al sujeto masculino como al femenino usando la misma palabra. Esta práctica es habitual en la filosofía, la religión, y la política: hablamos de la existencia del otro, del amor al otro, de la ansiedad que el otro provoca, etc. Pero no nos interrogamos acerca de quién o qué es lo que el otro representa. Esta falta de precisión en la definición de la alteridad del otro ha paralizado al pensamiento —incluyendo al método dialéctico— en un sueño idealista apropiado por un sujeto (masculino) individual, en la ilusión de un absoluto único, y ha abandonado la religión y la política a un empirismo que fundamentalmente carece de ética al menos en lo que concierne al respeto de los otros. De hecho, si el otro no es definido en su realidad efectiva, no es más que otro yo, no un otro verdadero; puede así ser más o menos como yo, y puede tener más o menos que yo. Puede así representar la (mi) absoluta grandeza o la (mi) absoluta perfección, lo Otro: Dios, el Soberano, el logos; puede designar lo más pequeño o lo más empobrecido: el niño, el enfermo, el pobre, el extranjero; puede nombrar a aquel que yo creo mi igual. Verdaderamente no hay otro en todo esto, sólo más de lo mismo: más pequeño, más grande, igual a mí.

En lugar de rechazar el ser el otro género, el otro sexo, lo que pido es ser considerada como realmente una otra [une autre], irreductible al sujeto masculino. Desde este punto de vista, el subtítulo de Speculum podría haber parecido ofensivo a Simone de Beauvoir: de la otra mujer. En el momento de su publicación, le envié mi libro de muy buena fe, esperando su respaldo en las dificultades que encontré. Nunca recibí una respuesta, y es sólo recientemente que he llegado a comprender la razón de su silencio. Sin duda debo haberla ofendido sin quererlo. Había leído la “Introducción” al Segundo sexo mucho antes de escribir Speculum, y ya no recordaba lo que estaba en juego en la problemática del otro en el trabajo de Beauvoir. Quizás, por su parte, no comprendió que para mí mi sexo y mi género no eran de ningún modo “segundos”, sino que los sexos y los géneros son dos, sin que haya primero o segundo.

A mi modo de ver, y en la total ignorancia de su trabajo, seguí una problemática cercana a la de las promotoras americanas del neofeminismo, un feminismo de la diferencia, más estrechamente vinculado a la revolución cultural de Mayo del ’68 que al feminismo igualitarista de Beauvoir. Recordemos, brevemente, lo que está en juego en esta problemática: la explotación de la mujer tiene lugar en la diferencia entre los géneros y por eso deber ser resuelta en la diferencia más que en su abolición. En Speculum, interpreto y critico cómo el sujeto filosófico, históricamente masculino, ha reducido todo otro a la relación consigo mismo —complemento, proyección, reverso, instrumento, naturaleza— dentro de su mundo, de su horizonte. Tanto a través de los textos freudianos como a través de los principales sistemas filosóficos de nuestra tradición, muestro cómo el otro es siempre el otro de lo mismo y no un verdadero otro.

Así mis críticas de Freud se limitan a una misma interpretación: Ud. (Freud) sólo ve la sexualidad, y más generalmente la identidad, de la niña, de la adolescente, o de la mujer en términos de la sexualidad o de la identidad del niño, del adolescente o del hombre. Por ejemplo, en su visión, el auto-erotismo de la niña sólo existiría en tanto ella continúa confundiendo su clítoris con un pequeño pene; en otras palabras, ella imagina que tiene el mismo órgano sexual que un chico. Cuando descubre, a través de su madre, que la mujer no tiene el mismo órgano sexual que el hombre, la niña renuncia al valor de su identidad femenina en orden a volver hacia su padre, hacia el hombre, y busca obtener un pene por procuración. Todos sus esfuerzos están dirigidos hacia la conquista del órgano sexual masculino. Entonces la concepción y la generación de un niño tiene una única meta: la apropiación del pene o del falo; y siendo este el caso, un niño varón es preferible a una niña mujer. Así, un matrimonio no es exitoso, una mujer no puede volverse una buena esposa, hasta que da a su esposo un niño varón.

Hoy tal descripción puede causar gracia a muchas mujeres, y aún a muchos hombres. Pero hace unos pocos años, escasamente veinte años atrás, una mujer que dirigiera nuestra atención hacia el asombroso machismo de nuestra cultura era burlada y no se le permitía enseñar en la universidad. Aún hoy las cosas no se han vuelto tan claras como podría parecer. En verdad, un poco de luz ha sido derramada sobre este sujeto, pero, si la teoría freudiana es machista, lo es por la reproducción del orden sociocultural existente: Freud, en este sentido, no inventó el machismo; meramente lo constató. Donde él se equivocó es en los medios de curación: como de Beauvoir, no reconoce al otro como otro; y, aunque de distinto modo, ambos proponen que el hombre sigue siendo el modelo único de subjetividad, históricamente masculino.

En el mejor de los casos, este modelo singular permitiría un malabarismo entre lo uno y lo múltiple, pero el uno sigue siendo el modelo que, más o menos abiertamente, controla la jerarquía de la multiplicidad: el singular es único e/pero ideal, el Hombre. La singularidad concreta no es más que una copia, una imagen. La visión platónica del mundo, su noción de verdad, es, en cierto sentido, el reverso de la realidad empírica cotidiana: tú crees que eres una realidad, una verdad singular, pero eres solamente una copia relativamente buena de una idea perfecta de ti mismo situada fuera de ti.

Aquí también, no podemos reírnos demasiado pronto, pues debemos primero considerar la pertinencia que aún tiene tal concepción del mundo: somos criaturas de carne pero también de palabra, naturaleza pero también cultura. Ahora bien, criaturas de cultura significa criaturas de la idea, encarnaciones que se ajustan, más o menos, al modelo ideal. A menudo, a fin de estar a la altura de este modelo, imitamos, copiamos como criaturas, lo que percibimos como ideal. Todos estos son modos platónicos de ser y de hacer, y todos se adecuan a la noción masculina de verdad. Aun en la situación contraria constituida por el privilegio de lo múltiple sobre lo uno, una inversión muy corriente llamada a menudo democracia, aun en el privilegio de lo otro sobre el sujeto, del tú sobre el yo (estoy pensando, por ejemplo, en ciertas obras de Buber y en cierta parte del trabajo de Lévinas en el que estos privilegios son quizás más morales y teológicos que filosóficos), permanecemos en el modelo oculto de lo uno y de lo múltiple, de lo uno y de lo mismo, en el que un sujeto único declina un sentido en lugar del otro. Del mismo modo, al privilegiar la singularidad concreta sobre la singularidad ideal no nos permitimos el privilegio de una categoría universal válida para todos los hombres y mujeres. De hecho, cada singularidad concreta no puede decretar un ideal válido para todos los hombres y todas las mujeres, y, para asegurar la cohabitación entre sujetos, particularmente dentro de la república, es necesario un mínimo de universalidad.

Para salir de este modelo todopoderoso de lo uno y de lo múltiple, debemos pasar al dos [au deux], un dos que no es una replicación de lo mismo, donde uno no es más amplio y otro más pequeño, sino hecho de dos que son verdaderamente diferentes. El paradigma del dos se encuentra en la diferencia sexual. ¿Por qué allí? Porque es allí que existen dos sujetos que no deberían ser ubicados en una relación jerárquica, y porque esos dos sujetos comparten la meta común de preservar la especie humana y desarrollar la cultura, mientras se asegura el respeto de sus diferencias.

Mi primer gesto teórico fue entonces extraer el dos de lo uno, el dos de lo múltiple, el otro de lo mismo, y hacer eso horizontalmente, suspendiendo la autoridad del Uno: del hombre, del padre, del líder, del único dios, de la verdad singular, etc. Se trataba de hacer emerger el otro de lo mismo, rechazar el ser reducido a lo otro de lo mismo, a un otro o una otra de lo uno, no volviéndose él o como él, sino constituyéndome como un sujeto autónomo y diferente.

Claramente este gesto pone en cuestión nuestra entera práctica teórica y práctica, particularmente el platonismo, pero sin un gesto semejante no podemos hablar de la liberación de las mujeres, ni de una conducta ética frente al otro, ni de la democracia. Sin un gesto tal, la filosofía misma se arriesga a desaparecer, vencida junto con otras cosas por el uso de técnicas que, en la construcción del logos, socavan la subjetividad del hombre, una victoria más fácil y más rápida si la mujer no conservara aún el polo de naturaleza que resiste a la techné masculina. La existencia de dos sujetos es probablemente la única cosa que puede devolver el sujeto masculino a su ser, y esto gracias al acceso de la mujer a su propio ser. Para conseguir esta meta, el sujeto femenino ha de ser liberado del mundo del hombre para hacer el camino para un escándalo filosófico: el sujeto no es uno, ni único.

Las mediaciones necesarias al sujeto femenino

Luego y al mismo tiempo, a este sujeto femenino, apenas definido, sin contornos ni bordes, sin normas ni mediaciones, fue necesario darle algunas referencias para que pudiera subsistir y asegurar su devenir. Después de esta fase crítica en mi trabajo que estaba dirigida a una filosofía y una cultura monosubjetiva, monosexualizada, patriarcal y falocrática, intenté definir algunas características del sujeto femenino, características que eran necesarias para afirmarlo como tal, por temor de que pudiera sucumbir una vez más a la indiferenciación, a la subordinación del sujeto único. Una de las dimensiones importantes de esta asistencia al devenir del sujeto femenino, y así de mi propio devenir, fue escapar de un poder genealógico único, fue afirmar: “nací de hombre y de mujer, y que la autoridad genealógica pertenece tanto al hombre como a la mujer”. Era así necesario recuperar las genealogías femeninas del olvido, no para reprimir pura y simplemente la existencia del padre, en un tipo de inversión caro a los últimos métodos filosóficos, sino para volver a la realidad del dos. Pero es verdad que lleva tiempo reencontrar y restablecer este dos, y que no puede ser el trabajo de una única mujer.

Aparte del retorno y de la reconciliación con la genealogía, con las genealogías femeninas —que todavía está muy lejos— era necesario dotar a la mujer, a las mujeres de un lenguaje, de imágenes y de representaciones que les resulten apropiadas: en un nivel cultural, aún en un nivel religioso, Dios es el gran cómplice del sujeto filosófico. Comencé a trabajar en esto en Speculum y en Este sexo que no es uno y continué el proyecto particularmente en Sexo y parentesco, en El tiempo de la diferencia y en Yo, tú, nosotras. En esos trabajos, discutí las particularidades del mundo femenino, un mundo diferente del del hombre, con respecto al lenguaje, con respecto al cuerpo (a la edad, a la salud, a la belleza, y por supuesto, a la maternidad), con respecto al trabajo, con respecto a la naturaleza y al mundo de la cultura. Dos ejemplos: intenté mostrar que el desarrollo de la vida es diferente para la mujer que para el hombre, ya que el las mujeres está constituido por estadios físicos mucho más pronunciados (pubertad, pérdida de la virginidad, maternidad, menopausia) y requiere un devenir subjetivo que es mucho más complejo que el del hombre. En lo que se refiere al trabajo, muestro que la justicia socio-económica no consiste meramente en poner en práctica una regla —“igual pago por igual trabajo”— sino también en el respeto y la valorización de las mujeres en términos de elección de los fines y los medios de producción, de cualificación profesional, de relaciones en el lugar de trabajo, de reconocimiento social del trabajo, etc."

Luce Irigaray: The Question of the Other en Yale French Studies, nº 87, "AnotherLook, Another Woman", ed. Huffer, 1995, Yale University, trad. de Noah Guynn. La question de l’autre en Labrys: études féministes, numéro 1-2, juillet/décembre 2002. Traducción al español por Eduardo Mattio.

martes, 1 de febrero de 2011

eran pacíficos y femeninos

Hoy nos hemos enfrentado unos y otras. Antonio Gala también cuenta la historia del matriarcado de esta manera. "Las mujeres eran más maduras, quizá más dominantes... Lo que hoy llamamos femenino era para ellas un defecto, ha habido tiempos en que los dos sexos eran a la vez pacíficos y femeninos pero también destructivos y masculinos. No creo que nosotras hayamos nacido en el mejor momento, ni en el más natural. Quizá porque hoy nuestros problemas son individuales, porque cada uno o cada una es un caso singular que cada uno o cada una tiene que resolver. Hasta hubo una época en que los hombres eran sensibles y delicados como mujeres, primorosos y desconfiados entre ellos; engalanados y presumidos, con largas melenas rizadas muy dados a conversar junto al fuego en invierno y a reír de cualquier cosa. Herodoto visitó Egipto y cuenta de los habitantes del Nilo que eran las mujeres las que compraban y vendían en el mercado mientras que los hombres tejían en casas. Las mujeres transportaban las cargas sobre los hombros; los hombres en la cabeza. Ellas orinaban de pie; ellos sentados o en cuclillas. Quiero decir entonces que hoy hemos inventado el psicoanálisis. O quizá algo peor. Nos hemos enfrentado unos y otras."

el matriarcado

A Johann Jacob Bachofen se le recuerda principalmente por su teoría del matriarcado (en alemán, Mutterrecht, que significa literalmente «Derecho materno»), título de su fecunda obra El matriarcado: Una investigación sobre el carácter religioso y jurídico del matriarcado en el mundo antiguo (1861). Ésta presentó una visión radicalmente nueva del papel de la mujer en una amplia gama de sociedades antiguas.
Bachofen recopiló y se basó en numerosa documentación con el objeto de demostrar que la maternidad es la fuente de la sociedad humana, de la religión, la moralidad, y el «decoro», escribiendo sobre las antiguas sociedades de Licia, Creta, Grecia, Egipto, la India, Asia central, África del norte, y España. Concluyó el trabajo conectando el derecho arcaico de la madre con la veneración cristiana a la Virgen María. Las conclusiones de Bachofen sobre el matriarcado arcaico todavía encuentran eco hoy en día. Hubo poca reacción inicial a la teoría de Bachofen de la evolución cultural, en gran parte debido a su estilo literario impenetrable; pero eventualmente, así como una crítica furiosa, el libro incitó a varias generaciones de etnólogos, filósofos sociales, e incluso escritores: Friedrich Engels, que utilizó a Bachofen para sus Orígenes de la familia, de la propiedad privada y del Estado, Thomas Mann, Erich Fromm, Robert Graves, Rainer Maria Rilke, Lewis Henry Morgan, Jane Ellen Harrison, que se sintió inspirada por Bachofen para dedicar su carrera a la mitología, a Joseph Campbell, a Otto Gross y a Julius Evola.

Bachofen propuso cuatro fases de la evolución cultural supuestamente superadas:
1.Hetairismo. Una fase «telúrica», nómada y salvaje, caracterizada según él por el comunismo y el poliamor. La deidad predominante habría sido, una proto-Afrodita terrena.
2.Das Mutterecht. Una fase «lunar» matriarcal basada en la agricultura, caracterizada por la aparición de los cultos mistéricos ctónicos y de la ley. La deidad predominante habría sido un temprano Deméter, según Bachofen.
3.La dionisiaca. Una fase transitoria en la que las tradiciones habrían sido masculinizadas, en la medida en que el patriarcado empezaba a emerger. La deidad predominante, el Dionisos original.
4.La apolínea. La fase «solar» patriarcal, en la cual todo rastro de matriarcado y de pasado dionisiaco fue suprimido y surgió la civilización moderna.

Analizando el punto de vista de Bachofen, Engels concluyó en su obra mencionada que:
1.el hombre vivió originalmente en un estado de promiscuidad sexual, para describir el cual Bachofen utiliza el término erróneo de «hetairismo»;
2.tal promiscuidad excluye cualquier certeza de la paternidad, y que se podría por lo tanto remontar el parentesco solamente en la línea femenina, según El matriarcado, y que era originalmente el caso éste entre todos los pueblos de la antigüedad;
3.a partir de las mujeres, en tanto que madres, eran los únicos padres de la generación más joven que eran sabidos con certeza, ella llevó a cabo una posición de tal alto respeto y honor que se convirtió en la fundación, en el concepto de Bachofen, de una regla regular de las mujeres (ginecocracia);
4.la transición a la monogamia, por la que la mujer pertenece a un solo hombre, implicó una violación de una ley religiosa primitiva (es decir, realmente una violación del derecho tradicional de los demás hombres a esa mujer), y para expiar esta violación o comprar la indulgencia por ello, la mujer tuvo que entregarse ella misma por un período limitado. (Friedrich Engels, 1891: véase el enlace externo pertinente, más abajo).
Aunque Bachofen aplicó teorías evolutivas al desarrollo de la cultura de una forma que ya no se considera válida, aunque la arqueología y el análisis literario contemporáneos han invalidado muchos detalles de sus conclusiones históricas, el origen de todos los estudios posteriores del papel de mujeres en la antigüedad clásica está en Bachofen, bien siguiendo la pista de sus conclusiones, bien corrigiéndolas, bien negándolas.
Si bien, en la medida en que sus investigaciones y conclusiones están basadas en una interpretación ciertamente imaginativa de la evidencia arqueológica existente de su tiempo, podría decirse que este modelo nos dice en el fondo tanto sobre el propio tiempo de Bachofen como del pasado remoto que pretendió describir.

sábado, 29 de enero de 2011

Simone de Beauvoir, se nace mujer o se hace

Beauvoir, Irigaray tienen diferentes posturas sobre las estructuras fundamentales mediante las cuales se reproduce la asimetría entre los géneros. La primera apela a la reciprocidad fallida de una dialéctica que es asimétrica, y la segunda argumenta que la dialéctica en sí es la construcción monológica de una economía significante masculinista, es decir, que ni siquiera existiría dialéctica. Beauvoir afirma que el cuerpo femenino debe ser la situación y el instrumento de la libertad de las mujeres, no una esencia definidora y limitadora. La teoría de la encarnación en que se asienta el análisis de Beauvoir está restringida por la reproducción sin reservas de la distinción cartesiana entre libertad y cuerpo.

Parece que Beauvoir mantiene el dualismo mente/cuerpo, aun cuando ofrece una síntesis de esos términos. La preservación de esa misma distinción puede ser reveladora del mismo falogocentrismo que Beauvoir subestima. En la tradición filosófica que se inicia con Platón y sigue con Descartes, Husserl y Sartre, la diferenciación ontológica entre alma (conciencia, mente) y cuerpo siempre defiende relaciones de subordinación y jerarquía política y psíquica. La mente no sólo somete al cuerpo, sino que eventualmente juega con la fantasía de escapar totalmente de su corporeidad. Las asociaciones culturales de la mente con la masculinidad y del cuerpo con la feminidad están bien documentadas en el campo de la filosofía y el feminismo.

En la interpretación de Irigaray, la explicación de Beauvoir de que la mujer "es sexo" se modifica para significar que ella no es el sexo que estaba destinada a ser, sino más bien el sexo masculino encore (y en corps) que discurre en el modo de la otredad. Para Irigaray, ese modo falogocéntrico de significar el sexo femenino siempre genera fantasmas de su propio deseo de ampliación. En vez de una postura lingüístico-autolimitante que proporcione la alteridad o la diferencia a las mujeres, el falogocentrismo proporciona un nombre para ocultar lo femenino y ocupar su lugar.

Irigaray afirmará que el "sexo" femenino es una cuestión de ausencia lingüística, la imposibilidad de una sustancia gramaticalmente denotada y, por esta razón, la perspectiva que muestra que esa sustancia es una ilusión permanente y fundacional de un discurso masculinista.

Este argumento da la vuelta a aquello que sostiene Beauvoir de que el sexo femenino está marcado, mientras que el sexo masculino no lo está, no necesita estarlo porque es omnipresente.

Pero Irigaray sostiene que el sexo femenino no es una "carencia" ni un "Otro" que inherente y negativamente define al sujeto en su masculinidad. Por el contrario, el sexo femenino evita las exigencias mismas de representación, porque ella no es ni "Otro" ni "carencia", pues esas categorías siguen siendo relativas al sujeto sartreano, inmanentes a ese esquema falogocéntrico. Así pues, para Irigaray lo femenino nunca podría ser la marca de un sujeto, como afirmaría Beauvoir. Asimismo, lo femenino no podría teorizarse en términos de una relación específica entre lo masculino y lo femenino dentro de un discurso dado, ya que aquí el discurso no es una noción adecuada. Incluso en su variedad, los discursos crean otras tantas manifestaciones del lenguaje. Así pues el sexo femenino es también el sujeto que no es uno. La relación entre masculino y femenino no puede representarse en una economía significante en la que lo masculino es un círculo cerrado de significante y significado. Paradójicamente, Beauvoir anunció esta imposibilidad en El segundo sexo al alegar que los hombres no podían llegar a un acuerdo respecto al problema de las mujeres porque entonces estarían actuando como juez y parte.

El resultado de divergencias tan agudas sobre el significado del género es más acerca de si género es realmente el término que debe examinarse, o si la construcción discursiva de sexo es de hecho más fundamental o tal vez mujeres o mujer y/o hombres y hombre, y hace necesario replantearse las categorías de identidad en el ámbito de relaciones de radical asimetría de género.

Simone de Beauvoir afirma en El segundo sexo que "no se nace mujer: llega una a serlo". Para Beauvoir, el género se "construye", pero en su planteamiento queda implícito un agente, un cogito, el cual en cierto modo adopta o se adueña de ese género y en principio podría aceptar algún otro. ¿Es el género tan variable y volitivo como plantea el estudio de Beauvoir?

Beauvoir sostiene rotundamente que una "llega a ser" mujer, pero siempre bajo la obligación cultural de hacerlo. Y es evidente que esa obligación no la crea el "sexo".

Si se los toma como la base de una teoría o política feminista, estos "efectos" de la jerarquía de género y de la heterosexualidad obligatoria no sólo se detallan erróneamente como fundamentos, sino que las prácticas significantes que hacen posible esta descripción metaléptica errónea continúan estando fuera del alcance de una crítica feminista de las relaciones entre géneros.

Introducirse en las prácticas repetitivas de este terreno de significación no es una elección , pues el "yo" que podría entrar ya está siempre dentro: no hay posibilidad de que el agente actúe ni tampoco hay posibilidad de realidad fuera de las prácticas discursivas que otorgan a esos términos la inteligibilidad que poseen. La tarea no es saber si hay que repetir, sino cómo repetir o de hecho repetir y mediante una multiplicación radical de género, desplazar las mismas reglas de género que permiten la propia repetición.

No hay una ontología de género sobre la que podamos elaborar una política, porque las ontologías de género siempre funcionan dentro de contextos políticos determinados como preceptos normativos: deciden qué se puede considerar sexo inteligible, usan y refuerzan las limitaciones reproductivas sobre la sexualidad, determinan los requisitos preceptivos mediante los cuales los cuerpos sexuados o con género llegan a la inteligibilidad cultural. Por tanto, la ontología no es un fundamento, sino un precepto normativo que funciona insidiosamente al introducirse en el discurso político como su base necesaria.

La deconstrucción de la identidad no es la deconstrucción de la política; más bien instaura como política los términos mismos con los que se estructura la identidad.

Las configuraciones culturales del sexo y el género podrían entonces multiplicarse o más bien su multiplicación actual podría estructurarse dentro de los discursos que determinan la vida cultural inteigible, derrocando el propio binarismo del sexo y revelando su antinaturalidad fundamental. ¿Qué otras estrategias locales que comprometan lo "no natural" podrían conducir a la desnaturalización del género como tal?

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Este artículo lo he escrito basándome en la obra de Judith Butler, profesora de filosofía de la Universidad de Berkeley, y de su libro "El género en disputa: el feminismo y la subversión de la identidad".

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También hay datos que me interesa reflejar, enfocándolos desde la historia concreta de por qué este día especial se considera contra la violencia de las mujeres, y en él se dice que ya van 64 mujeres muertas por violencia, siempre cuando pasa el tope de 60 esto ya lo vengo haciendo desde hace por lo menos 4 años, miro el mes en que estamos, y veo que si pasa de 60 que sería la estadística estandar anual, pues está reflejando otra vez la misma estadística, e incluso todavía nos queda diciembre, es decir, que este año vemos como continuamente se repite la historia.

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Aquí mi comunidad ha puesto un cartel por las calles que dice Te amo/=(no es igual a) Tu amo.

Por mi parte voy a aportar algunos datos más, del año 2010, el Delegado de igualdad de género, el sr. Lorente, ha dicho que uno de cada tres adolescentes es potencialmente un maltratador o puede estar en riesgo de ser un maltratador. Un 5% de chicas de 17 años han sufrido algún tipo de violencia de género, una cifra altísima, un 18’9%, una de cada 5 mujeres o chicas además podría ser maltratada en un futuro porque justifica el sexismo y la agresión como forma de enfrentarse a conflictos. Es lo que han aprendido en sus casas, ten en cuenta. Hace unos meses habíamos sabido que había muerto una mujer al precipitarse de un 6º piso al discutir con su marido o su ex pareja. Las denuncias por violencia de género han aumentado un 9%, algunos dicen que la prevención en las escuela funciona. Sin embargo, chicas muy jóvenes cerca de casa que toleran actitudes inaceptables, estas chicas jóvenes han aprendido estas actitudes en su entorno y en su casa. Una de las razones por las cuales es en las escuelas donde deberíamos estar educando a los niños y a los jóvenes realmente en educación emocional y social, y esto no se hace, porque qué es esto, porque en realidad, en lo afectivo le damos educación sexual, pero es algo muy frío, muy higiénico, no les estamos dando educación afectiva que es esto de lo que te estoy hablando, por ejemplo, en el que explicas a las personas qué sentimientos las habitan, qué puedes hacer con estos sentimientos, cómo los pueden gestionar. Y esto ¿por qué no lo enseñamos en las escuelas?, ¿por qué no enseñamos formas de resolver conflictos de forma creativa, de forma comunicativa, formas de expresar la ira y creo que una de las respuestas más eficaces y es que está desde las escuelas, y en prevenir este tipo de comportamientos, porque es evidente que no todo el mundo tiene la suerte de vivir en entornos donde aprenden las cosas.

actos corporales subversivos, Judtih Butler

Judith Butler, el género en disputa.-


Simone de Beauvoir afirmó en El segundo sexo que “no se nace mujer: llega uno a serlo”. La frase es extraña, parece incluso no tener sentido, porque ¿cómo puede una llegar a ser mujer si no lo era desde antes? ¿Y quién es esta “una” que llega a serlo? ¿Hay algún ser humano que llegue a ser de su género en algún momento? ¿Es razonable afirmar que este ser humano no era de su género antes de llegar a ser su género? ¿Cómo llega uno a ser de un género? ¿Cuál es el momento o el mecanismo de la construcción del género? Y, tal vez lo más importante, ¿cuándo llega este mecanismo al escenario cultural para convertir al sujeto humano en un sujeto con género? ¿Hay personas que no hayan tenido un género ya desde siempre? La marca de género está para que los cuerpos puedan considerarse cuerpos humanos; el momento en que un bebé se humaniza es cuando se responde a la pregunta “¿Es niño o es niña?” Las figuras corporales que no caben en ninguno de los géneros están fuera de lo humano y en realidad conforman e campo de lo deshumanizado y lo abyecto contra lo cual se conforma lo humano. Si el género siempre está allí, estableciendo con antelación lo que constituye lo humano, ¿cómo podemos hablar de un humano que llega a ser de su género, como si el género fuera una posdata o algo que se le ocurre más tarde a la cultura?

Obviamente Beauvoir únicamente quería decir que la categoría de las mujeres es un logro cultural variable, una sucesión de significados que se adoptan o se usan dentro de un ámbito y que nadie nace con un género: el género siempre es adquirido. Por otra parte, Beauvoir estaba dispuesta a declarar que se nace con un sexo, como un sexo, sexuado, y que ser sexuado y ser humano son términos parelelos y simultáneos; el sexo es un atributo analítico de lo humano; no hay humano que no sea sexuado; el sexo no crea el género, y no se puede afirmar que el género refleje o exprese el sexo; en realidad, para Beauvoir, el sexo es inmutablemente fáctico, pero el género se adquiere y aunque el sexo no puede cambiarse -o eso opinaba ella-, el género es la construcción cultural variable del sexo: las múltiples vías abiertas de significado cultural originadas por un cuerpo sexuado.

La teoría de Beauvoir tenía consecuencias aparentemente radicales que ella misma no contempló Por ejemplo, si el sexo y el género son radicalmente diferentes, entonces no se desprende que ser de un sexo concreto equivalga a llegar a ser de un género concreto; dicho de otra forma, “mujer” no necesariamente es la construcción cultural del cuerpo femenino, y “hombre” tampoco representa obligatoriamente a un cuerpo masculino. Esta afirmación radical de la división entre sexo/género revela que los cuerpos sexuados pueden ser muchos géneros diferentes y además que el género en sí no se limita necesariamente a los dos géneros habituales. Si el sexo no limita al género entonces quizás haya géneros -formas de interpretar cuturalmente el cuerpo sexuado- que no estén en absoluto limitados por la dualidad aparente del sexo. Otra consecuencia es que si el género -formas de interpretar culturalmente el cuerpo sexuado- que no estén en absoluto limitados por la dualidad aparente del sexo. Otra consecuencia es que si el género es algo en que uno se convierte- pero que uno nunca puede ser-, entonces el género en sí es una especie de transformación o actividad, y ese género no debe entenderse como un sustantivo, una cosa sustancial o una marca cultural estática, sino más bien como algún tipo de acción constante y repetida. Si el género no está relacionado con el sexo, ni causal ni expresivamente, entonces es una acción que puede reproducirse más allá de los límites binarios que impone el aparente binarismo del sexo. En realidad, el género sería una suerte de acción cultural/corporal que exige un nuevo vocabulario que instaure y multiplique participios presentes de diversos tipos, categorías resignificables y expansivas que soporten las limitaciones gramaticales binarias, así como las limitaciones sustancializadoras sobre el género. Pero ¿cómo podría tal proyecto entenderse culturalmente y no convertirse en una utopía vana e imposible?

“No se nace mujer”. Monique Wittig repite esa frase en un artículo que lleva el mismo título, aparecido en Feminist Issues. Pero ¿qué clase de alusión y representación de Beauvoir propone Monique Wittig? Dos de sus afirmaciones la acercan a Beauvoir y a la vez la alejan de ella: la primera, que la categoría de sexo no es ni invariable ni natural, más bien es una utilización específicamente política de la categoría de naturaleza que obedece a los propósitos de la sexualidad reproductiva. En definitiva, no hay ningún motivo para clasificar a los cuerpos humanos en los sexos masculino y femenino a excepción de que dicha clasificación sea útil para las necesidades económicas de la heterosexualidad y le proporcione un brillo naturalista a esta intuición.

Por consiguiente, para Wittig no hay ninguna división entre sexo y género; la categoría de “sexo” no es ni invariable ni natural, más bien es una utilización específicamente política de la categoría de naturaleza que obedece a los propósitos de la sexualidad productiva. En definitiva, no hay ningún motivo para clasificar a los cuerpos humanos en los sexos masculino y femenino a excepción de que dicha clasificación sea útil para las necesidades económicas de la heterosexualidad y le proporcione un brillo naturalista a esta institución. Por consiguiente, para Wittig no hay ninguna división entre sexo y género; la categoría de “sexo” es en sí una categoría con género, conferida políticamente, naturalizada pero no natural. La segunda afirmación, más o menos antiintuitiva, que hace Wittig es la siguiente: una lesbiana no es una mujer. Una mujer afirma sólo existe como un término que fija y afianza una relación binaria y de oposición con un hombre; para Wittig, esa relación es la heterosexualidad. Una lesbiana dice al repudiar la heterosexualidad ya no se define en términos de esa relación de oposición. En realidad, una lesbiana va más allá, según ella, de la oposición binaria entre mujer y hombre; no es ni mujer ni hombre; pero asimismo no tiene sexo; trasciende las categorías del sexo. Al rechazar esas categorías, la lesbiana (los pronombres son aquí un problema) revela la constitución cultural contingente de esas categorías y la hipótesis tácita pero permanente de la matriz heterosexual. Así pues podríamos afirmar que para Wittig, no se nace mujer sino que se llega a serlo; pero además no se nace de género femenino, se lega a serlo y todavía va más allá: si una quisiera podría no llegar a ser ni de género femenino ni masculino, ni mujer ni hombre. En realidad, la lesbiana parece ser un tercer género o como detallaré más tarde una categoría que problematiza radicalmente el sexo y el género en tanto categorías políticas estables de descripción.

Wittig afirma que la discriminación lingüística de “sexo” afianza el procedimiento político y cultural de la heterosexualidad obligatoria. Esta relación de heterosexualidad sostiene Wittig no es ni recíproca ni binaria en el sentido habitual; “sexo” es desde siempre femenino, y únicamente hay un sexo, el femenino. Ser masculino es no estar “sexuado”; estar “sexuado” siempre es una forma de hacerse particular y relativo y los hombres incluidos dentro de este sistema intervienen con la forma de persona universal. Así pues según Wittig el sexo femenino no denota ningún otro sexo, como en “sexo masculino”; el sexo femenino sólo se denota a sí mismo, imbricado, por así decirlo, en el sexo, encerrado en lo que Beauvoir denominaba el círculo de inmanencia. Puesto que el sexo es una interpretación política y cultural del cuerpo, no hay una diferenciación entre sexo y género en los sentidos habituales; el género está incluido en el sexo, y el sexo ha sido género desde el comienzo. Wittig alega que dentro de este conjunto de relaciones sociales obligatorias, las mujeres quedan impregnadas ontológicamente de sexo; son su sexo y a la inversa el sexo es obligatoriamente femenino.

Wittig cree que un sistema de significación opresivo para mujeres, gays y lesbianas genera discursivamente el “sexo” y lo pone en movimiento. Aunque Irigaray afirma que “el sujeto siempre es ya masculino”, Wittig refuta la idea de que “el sujeto” sea exclusivamente territorio masculino. Para ella, la plasticidad misma del lenguaje se opone a establecer la posición del sujeto como masculina. En realidad, la hipótesis de un sujeto hablante absoluto es, según Wittig, el objetivo político de las “mujeres” que si se consigue suprimirá completamente la categoría de “mujeres”. Una mujer no puede utilizar la primera persona “yo” porque, como mujer, la hablante es “particular” (relativa, interesada, de perspectiva), e invocar el “yo” implica la capacidad de hablar por y como el ser humano universal: “Un sujeto relativo es inconcebible, un sujeto relativo no hablaría para nada”. Basándose en la hipótesis de que hablar da por sentado e invoca de manera implícita la totalidad del lenguaje, Wittig define al sujeto hablante afirmando que al decir “yo” “se vuelve a adueñar del lenguaje como totalidad, procediendo sólo desde uno mismo, con el poder de utilizar todo el lenguaje”. Esta fundamentación absoluta del “yo” hablante adquiere dimensiones divinizadas dentro del razonamiento de Wittig. El privilegio de decir “yo” crea un yo soberano, un centro de plenitud y poder absolutos; hablar establece “el supremo acto de subjetividad”. Esta llegada a la subjetividad es la destrucción del sexo y por consiguiente de lo femenino: “Ninguna mujer puede decir yo sin caer para sí misma un sujeto total, es decir, sin género, universal, entero”.

Wittig continúa especulando sobre la naturaleza de lenguaje y el “ser”, que coloca su propio proyecto político dentro del discurso tradicional de la ontoteología. Para ella la ontología primaria del lenguaje otroga a cada persona la misma oportunidad para establecer la subjetividad. La labor práctica a la que tienen que hacer frente las mujeres al intentar establecer la subjetividad a través del habla, depende de su capacidad colectiva para librarse de las reificaciones del sexo que se les han impuesto y que las tergiversan para convertirlas en seres parciales o relativos. Puesto que esta liberación es el resultado del ejercicio de invocar plenamente el “yo”, las mujeres salen de su género por medio del habla. Puede creerse que las reificaciones sociales del sexo ocultan o deforman una realidad ontológica anterior, realidad que estriba en la oportunidad igual de todas las personas previa a las marcas de sexo, para usar el lenguaje en la afirmación de la subjetividad. Al hablar el “yo” acepta la totalidad del lenguaje y por consiguiente puede hablar desde todas las posiciones, o sea, en un modo universal. “El género funciona sobre este hecho ontológico para cancelarlo” afirma Wittig, suponiendo el principio primario de igual acceso a lo universal para cumplir las exigencias de ese “hecho ontológico”. No obstante, ese principio de igual acceso se basa en sí en una hipóteis ontológica de la unidad de los seres hablantes en un Ser que es anterior al ser sexuado. El género, afirma, “intenta dividir al Ser”, pero “el Ser como ser no se divide”. Entonces, la afirmación coherente del “yo” admite no sólo la totalidad del lenguaje sino la unidad del ser.

Aquí más rotundamente que en ningún otro lugar, Wittig se sitúa dentro del discurso tradicional de la investigación filosófica de la presencia, el Ser, la plenitud esencial e ininterrumpida. Wittig que no coincide con la posición derrideana que plantea que toda la significación depende de cierta différance operativa, alega que hablar exige e invoca una identidad inconsútil de todas las cosas. Esta ficción fundacional le proprociona un punto de partida mediante el cual puede criticar las instituciones sociales existentes. No obstante, queda la pregunta más importante: ¿a qué relaciones sociales contingentes se subordina esa hipótesis del ser, la autoridad y el carácter universal del sujeto? ¿Por qué darle valor a la usurpación de esa noción autoritaria del sujeto? ¿Por qué no intentar descentrar al sujeto y sus tácticas epistémicas universalizadoras? Si bien Wittig critica el “pensamiento recto” porque universaliza su punto de vista, al parecer ella no sólo universaliza el pensamiento recto, sino que no tiene en cuenta las consecuencias totalitarias de una teoría de actos de habla soberanos como la suya.

Desde una perspectiva política, la división del ser -un acto de violencia contra el campo de la plenitud ontológica, según ella- en la distinción entre lo universal y lo particular crea una relación de sometimiento. La dominación debe verse como la negación de una unidad anterior y primaria de todas las personas en un ser prelingüístico y se crea a través de un lenguaje que en su accion social plástica genera una ontología artificial, de segundo orden, una ilusión de diferencia, disparidad, y por tanto jerarquía que se convierte en la realidad social. Paradógicamente, Wittig no utiliza en ningún momento el mito aristofánico acerca de la unidad original de los géneros, porque el género es un principio divisor, un instrumento de sometimiento, que se opone a la noción misma de unidad. Resulta revelador que sus novelas usen una estrategia narrativa de desintegración, lo cual indica que la formulación binaria en sí se muestre como contingente. El libre juego de atributos o “rasgos físicos” nunca es una destrucción absoluta, pues el campo ontológico deformado por el género es un campo de plenitud permanente. Wittig critica el “pensamiento recto” porque éste no puede desprenderse de la idea de “diferencia”. Junto con Deleuze y Guattari, Wittig rechaza el psicoanálisis porque es una ciencia fundada en una economía de “carencia” y “negación”. En “Paradigma”, uno de sus primeros ensayos, Wittig afirma que el derribo del sistema de sexo binario puede dar comienzo a un campo cultural de muchos sexos. En ese ensayo alude a El Anti-edipo: “Para nosotros no hay uno ni dos sexos, sino muchos (véase Guattari/Deleuze): hay tantos sexos como individuos”. No obstante, la multiplicación sin límites de sexos lógicamente implica la negación del sexo como tal. Si la cantidad de sexos se refiere a la cantidad de individuos existentes, el sexo ya no tendría un uso general como término: el sexo sería una propiedad radicalmente singular y ya no podría funcionar como una generalización útil o descriptiva.

Las metáforas de destrucción, derribo y violencia que se usan en la teoría y en las novelas de Wittig tienen una posición ontológica difícil. Aun cuando las categorías lingüísticas dan forma a la realidad de una manera “violenta” generando ficciones sociales en nombre de lo real, parece haber una realidad más verdadera, un campo ontológico de unidad en relación con el cual se comparan estas ficciones sociales. Wittig rechaza la diferenciación entre un concepto “abstracto” y una realidad “material” alegando que los conceptos se crean y se mueven dentro de la materialidad del lenguaje y que éste funciona de un modo material para construir el mundo social. Por otro lado, estas “construcciones” se consideran distorsiones y reificaciones que deben afirmarse en relación con un campo ontológico anterior de unidad y plenitud radicales. Así pues los constructos son “reales” en la medida en que son fenómenos ficticios que adquieren poder dentro del discurso. No obstante, estos constructos pierden poder mediante actos locutorios que de manera implícita apelan a la universalidad del lenguaje y la unidad del Ser. Wittig sostiene que “es bastante posible que una obra literaria funcione como una máquina de guerra” e incluso “una máquina de guerra perfecta”. La estrategia principal de esta guerra es que mujeres, lesbianas y gays -que han sido particularizados por medio de su identificación con el “sexo”- se adueñan de la posición de sujeto hablante y de la invocación al punto de vista universal.

El tema de cómo un sujeto particular y relativo puede salir de la categoría de sexo mediante el habla es el punto central de los diferentes comentarios de Wittig sobre Djuna Barnes, Marcel Proust y Natalie Sarraute. El texto literario como máquina de guerra se dirgie, en cada caso, contra la fragmentación jerárquica del género, la superación de lo universal y lo particular en nombre de la recuperación de una unidad anterior y esencial de esos términos. Universalizar el punto de vista de las mujeres implica al mismo tiempo destruir la categoría de mujeres y permitir un nuevo humanismo. Así, la destrucción siempre es una restauración, es decir, la supresión de un conjunto de categorías que introducen fragmentaciones artificiales en una ontología que de otra manera estaría unificada. Sin embargo, las obras literarias tienen un acceso privilegiado a este campo primario de abundancia ontológica. La separación entre forma y contenido se refiere a la división filosófica artificial entre pensamiento abstracto universal y realidad material concreta. De la misma forma que Wittig recurre a Bajtín para determinar conceptos como realidades materiales, también apela al lenguaje literario en general para recuperar la unidad del lenguaje como forma y contenido indisolubles: “A través de la literatura las palabras vuelven a nosotros otra vez enteras”, “el lenguaje existe como un paraíso formado por palabras visibles, audibles, palpables y degustables”. Son principalmente las obras literarias las que permiten a Wittig experimentar con los pronombres que dentro de los sistemas de significado obligatorio unen lo masculino con lo universal y permanentemente particularizan lo femenino. En Les Guerilleres procura suprimir todas las combinaciones él-ellos (il-ils), todos los “él” (il) y ofrecer elles como la representación de lo general, de lo universal. “El objetivo de este planteamiento -escribe- no es feminizar el mundo, sino hacer que las categorías de sexo se queden anticuadas en el lenguaje”.

En una estrategia imperialista y conscientemente provocadora, Wittig alega que sólo al aceptar el punto de vista universal y absoluto, al lesbianizar realmente el mundo entero, se puede derrocar el orden obligatorio de la heterosexualidad. El j(e de El cuerpo lesbiano pretende establecer a la lesbiana no como un sujeto dividido sino como el sujeto soberano que puede librar lingüísticamente una batalla contra un “mundo” que ha efectuado un ataque semántico y sintáctico contra la lesbiana. Su propósito no es llamar la atención sobre los derechos de las “mujeres” o las “lesbianas” como individuos, sino oponerse a la episteme heterosexista totalizadora por medio de un discurso invertido con la misma extensión y poder. El objetivo no es aceptar la postura del sujeto hablante para ser un individuo aceptado dentro de una sucesión de relaciones lingüísticas recíprocas, sino que el sujeto hablante se convierta en más que el individuo: en una perspectiva absoluta que impone sus categorías en todo el campo lingüístico, denominado “el mundo”. Sólo una táctica bélica de las mismas proporciones que las de la heterosexualidad obligatoria, afirma Wittig, podrá enfrentarse a la hegemonía epistémica de esta última. Para Wittig en su sentido ideal hablar es un acto potente una afirmación de soberanía que al mismo tiempo supone una relación de igualdad con otros sujetos hablantes.

Este “contrato” ideal o primario del lenguaje opera en un nivel implícito. El lenguaje tiene dos características: puede utilizarse para afirmar una universalidad verdadera e incluyente de individuos, o puede instaurar una jerarquía en la que sólo algunos individuos son aptos para hablar y otros, a consecuencia de su exclusión del punto de vista universal, no pueden “hablar” sin desprestigiar al mismo tiempo su discurso. No obstante, antes de esta relación asimétrica con el habla hay un contrato social ideal, según el cual todo acto de habla en primera persona acepta y confirma una reciprocidad absoluta entre los sujetos hablantes; ésta es la opinión de Wittig sobre una situación ideal es el contrato heterosexual, el tema de la obra teórica más reciente de Wittig, si bien siempre ha estado presente en sus ensayos teóricos. Tácito pero siempre activo, el contrato heterosexual no puede circunscribir a ninguna de sus vertientes empíricas. Escribe Wittig: “Contrapongo un objeto que no existe, un fetiche, una forma ideológica que no puede afianzarse en la realidad, salvo mediante sus efectos, cuya existencia está en la mente de la gente, pero de una forma que atañe a toda su vida, a su forma de actuar, de moverse, de pensar. De modo que nos enfrentamos a un objeto tanto imaginario como real.”
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el género en disputa, estrategias de reconstrucción

Judith Bulter

Wittig afirma que un a priori epistémico culturalmente específico determina la naturalidad del “sexo”. Pero ¿a través de qué medios enigmáticos “el cuerpo” ha sido reconocido como un dato prima facie que no acepta ninguna genealogía? También en el ensayo de Foucault sobre la cuestión de la genealogía, el cuerpo se configura como una superficie y el escenario de una inscripción cultural: “El cuerpo es la superficie grabada de los acontecimientos”. La labor de la genealogía, afirma, es “mostrar un cuerpo completamente grabado por la historia”. No obstante, su enunciado va más lejos al eludir al objetivo de la “historia” -que aquí se interpreta apoyándose en el modelo de la “civilización” de Freud- como la “destrucción del cuerpo”. La historia destruye precisamente las fuerzas y los impulsos con múltiples direcciones, y a la vez los mantiene mediante el Enstehung (acontecimiento histórico) de la inscripción. En tanto que es “un volumen en constante desintegración”, el cuerpo siempre está en estado de sitio, sopotando el deterioro de los términos mismos de la historia, y ésta es la formación de valores y significados mediante una práctica significante que exige someter el cuerpo. Esta destrucción corporal es necesaria para crear al sujeto hablante y sus significaciones. Este cuerpo, definido con el lenguaje de superficie y fuerza, pierde fuerza por medio de un “drama singular” de dominación, inscripción y creación. Éste no es e modus vivendi de un tipo de historia más que de otro, sino que para Foucault, es la “historia” en su gesto esencial y represor.

Aunque Foucault afirma: “Nada en el hombre -ni siquiera su cuerpo- es lo suficientemente estable para servir de base al reconocimiento propio o para entender a otros hombres”, sin embargo expone que la constancia de la inscripción cultural es un “drama singular” que actúa sobre el cuerpo. Si la creación de valores -ese modo histórico de significación- exige la destrucción del cuerpo -de forma parecida al instrumento de tortura el cuerpo sobre el que escribe-, entonces debe de haber un cuerpo anterior a esa inscripción, estable e idéntido a sí mismo, sujeto a esa destrucción sacrificante. En cierto modo, para Foucault, igual que para Nietzsche, los valores culturales aparecen como consecuencia de una inscripción en el cuerpo, ententido como un medio, de hecho, como una página en blanco; no obstante, para que esta inscripción pueda significar, ese medio en sí debe ser destruido, es decir, debe ser completamente transvalorado a un campo de valores sublimado. Dentro de las metáforas de esta noción de valores culturales se encuentra la figura de la historia como una herramienta implacable de escritura, y el cuerpo como el medio que debe ser destruido y transfigurado para que emerja la “cultura”.
Al decir que hay un cuerpo anterior a su inscripción cultural, Foucault sugiere una materialidad anterior a la significación y a la forma. Puesto que esta distinción es una parte esencial para la labor de la genealogía como él la define, la distinción en sí queda excluida como un objeto de la investigación genealógica. Eventualmente, en su análisis de Herculine, Foucault afirma que hay una abundancia prediscursiva de fuerzas corporales que aparecen a través de la superficie del cuerpo para alterar las prácticas que regulan la coherencia cultural impuesta sobre ese cuerpo por un régimen de poder, entendido como una vicisitud de la “historia”. Si se rechaza el supuesto de algún tipo de fuente de trastorno anterior a las categorías, ¿se puede analizar genealógicamente la demarcación del cuerpo en sí como práctica significante? Esta demarcación no es iniciada por una historia reificada o por un sujeto. Las marcas son producto de una estructuración difusa y activa del campo social. Esta práctica significante crea un espacio social de y para el cuerpo dentro de ciertas rejillas reguladoras de la inteligibilidad.
Douglas afirma que el cuerpo “es un modelo que puede usarse en cualquier sistema que tenga límites. Sus límites pueden representar todos los límites que estén amenazados o sean precarios”. Y formula una pregunta que se podría haber leído en Foucault: “¿Por qué se cree que los márgenes corporales está específicamente conferidos de poder y peligro?”
Douglas alega que todos los sistemas sociales son vulnerables en sus márgenes y que, por tanto, todos los márgenes se consideran peligrosos. Si el cuerpo es una sinécdoque del sistema social per se o un lugar en el que concurren sistemas abiertos, entonces cualquier tipo de permeabilidad no regulada es un lugar de contaminación y peligro. Dado que el sexo anal y oral entre hombres determina claramente ciertos tipos de permeabilidad corporal no permitidos por el orden hegemónico, la homosexualidad masculina, dentro de ese punto de vista hegemónico, sería un lugar peligroso y contaminante previo a la presencia cultural del sida e independiente de ella. Igualmente, la condición “contaminada” de las lesbianas, independientemente de su posición de bajo riesgo respecto del sida, manifiesta los peligros de sus intercambios corporales. Resulta revelador que estar “fuera” del orden hegemónico no implica estar “en” un estado de naturaleza sucia y desordenada. De forma paradójica, la homosexualidad casi siempre se concibe dentro de la economía significante homofóbica como incivilizada y antinatural.
La construcción de límites corporales estables se basa en lugares fijos de permeabilidad e impermeabilidad corpóreas. En contextos homosexuales y heterosexuales, las prácticas sexuales que abren superficies y orificios a una significación erótica y cierran otros circunscriben los límites del cuerpo en las nuevas líneas culturales. Un ejemplo de ello es el sexo anal entre hombres, al igual que el re-membramiento radical del cuerpo en El cuerpo lesbiano de Wittig. Douglas hace referencia a “un tipo de contaminación sexual que afirma el deseo de conservar intacto el cuerpo (físico y social)”, lo cual indica que la noción naturalizada de “el” cuerpo es de por sí una consecuencia de sus límites estables. Asimismo los ritos de paso que rigen diversos orificios corporales dan por sentada una construcción heterosexual del intercambio, las posiciones y las opciones eróticas de los géneros. La desregulación de tales intercambios trastoca también los límites mismos que definen lo que es ser un cuerpo. En realidad, la investigación que estudia las prácticas reguladoras en las que se basan los límites corporales conforma precisamente la genealogía de “el cuerpo” en su carácter diferenciado, genealogía que podría radicalizar aún más la teoría de Foucault.
Kristeva analiza la abyección de forma significativa en Poderes de la perversión al proponer los usos de la idea estructuralista de un tabú que establece límites para crear un sujeto diferenciado por medio de la exclusión.
Lo “abyecto” nombra lo que ha sido expulsado del cuerpo, evacuado como excremento, literalmente convertido en “Otro”. Esto se efectúa como una expulsión de elementos ajenos, pero de hecho lo ajeno se establece a través de la expulsión. La construcción del “no yo” como lo abyecto determina los límites del cuerpo, que también son los primeros contornos del sujeto. Kristeva escribe:
La náusea me hace rechazar esa nata, me aleja de la madre y el padre que me la ofrecen. “Yo” no quiero nada de ese elemento, signo del deseo de ellos; “yo” no quiero escuchar, “yo” no lo asimilo, “yo” lo expulso. Pero puesto que la comida no es un “otro” para “mí”, que sólo estoy en el deseo de ello, me expulso a mí misma, me escupo a mí misma, me vuelvo abyecta a mí misma dentro del mismo movimiento con el cual “yo” afirmo que me establezco a mí misma.”
El límitedel cuerpo, así como la distinción entre lo interno y lo externo, se produce por medio de la expulsión y la revaluación de algo que en un principio era una parte de la identidad en una otredad deshonrosa. Como señala Iris Young cuando apela a Fristeva para explicar el sexismo, la homofobia y el racismo, el rechazo de los cuerpos por su sexo, sexualidad o color es un “expulsión” de la que se desprende una “repulsión” que establece y refuerza identidades culturalmente hegemónicas sobre ejes de diferenciación de sexo/raza/sexualidad. La adaptación que Young hace de Kristeva refleja cómo el procedimiento de repulsión puede afianzar “identidades” basadas en el hecho de instaurar al “Otro” o a un conjunto de Otros mediante la exclusión y la dominación.
Mediante la fragmentación de los mundos “internos” y “externos” del sujeto se establece una frontera y un límite que se preservan débilmente con finalidades de reglamentación y control sociales. El límite entre lo interno y lo externo se confunde por los conductos excrementales en que lo interno efectivamente se hace externo, y esta función excretoria se convierte, por así decirlo, en el modelo por el cual se efectúan otras formas de diferenciación de identidades. En efecto, éste es el modo en que los Otros se convierten en mierda. Para que los mundos interno y externo sean completamente diferentes, toda la superficie del cuerpo tendría que conseguir una impermeabilidad imposible. Cerrar de esta forma sus superficies sería el límite inconsútil de sujeto; pero ese encierro no podría dejar de explotar precisamente por esa mugre excrementicia a la que teme.
Con independencia de las metáforas concretas de las distinciones espaciales entre lo interno y lo externo, éstos siguen siendo términos lingüísiticos que posibilitan y organizan una sucesión de fantasías temidas y anheladas. Lo “interno” y “lo externo” sólo tienen sentido con referencia a un límite mediador que combate por la estabilidad. Y esta estabilidad, esta coherencia, se establece en gran parte por órdenes culturales que castigan al sujeto y obligan a distinguirlo de lo abyecto. Así, “interno” y “externo” forman una distinción binaria que estabiliza y refuerza al sujeto coherente. Cuando se cuestiona ese sujeto, el significado y la necesidad de los términos pueden ser objeto de desplazamiento. Si el “mundo interno” ya no designa un topos, la fijeza interna del yo, y de hecho, la localización interna de la identidad de género se vuelven igualmente dudosos. La pregunta esencial no es cómo se interiorizó esa identidad (como si la interiorización fuese un procedimiento o un mecanismo que pudiese reelaborarse mediante una descripción). Más bien debemos preguntar: ¿desde qué posición estratégica en el discurso público y por qué razones se ha sostenido el tropo de la interioridad y la disyuntiva binaria de interno/externo? ¿En qué lenguaje se ha configurado el “espacio interno”? ¿Qué tipo de configuración es, y a través de qué figura del cuerpo se significa? ¿Cómo configura un cuerpo en su superficie la invisibilidad misma de su profundidad escondida?

De la interioridad a los performativos de género

En Vigilar y Castigar, Foucault pone en tela de juicio el lenguaje de la interiorización porque está al servicio del régimen disciplinario de la subyugación y la subjetivización de criminales. Aunque la Historia de la sexualidad de Foucault puso objeciones a lo que según él era la creencia psicoanalítica en la “verdad interior” del sexo, en el contexto de su historia de la criminología critica la doctrina de la interiorización por otras razones. En cierto sentido, Vigilar y castigar puede considerarse el intento de Foucault por reescribir la doctrina de interiorización que Nietzsche explicó en La genealogía de la moral sobre el modelo de la inscripción. Entre los presos, afirma Foucualt, la táctica no ha sido reprimir sus deseos, sino obligar a sus cuerpos a significar la ley prohibitiva como su esencia, su estilo y su necesidad. Esa ley no se interioriza literalmente, sino que se incorpora, con el resultado de que se crean cuerpos que significan esa ley en el cuerpo y a través de él; allí la ley se muestra como la esencia de su yo, el significado de su alma, su conciencia, la ley de su deseo. Efectivamente, la ley es al mismo tiempo completamente evidente y totalmente latente, puesto que nunca se manifiesta como externa a los cuerpos que domina y subjetiva. Foucault afirma:
“No se debería decir que el alma es una ilusión, o un efecto ideológico. Pero sí que existe, que tiene una realidad, que está creada de manera perpetua en torno, en la superficie y en el interior del cuerpo por el funcionamiento de un podder que se impone sobre aquellos a quienes se castiga.”

La figura del alma interna -entendida como “en el interior” del cuerpo- se significa por medio de su inscripción en la superficie del cuerpo, aunque su modo primario de significación sea a través de su misma esencia, su potente invisibilidad. El efecto de un espacio interno articulador se genera mediante la significación de un cuerpo como un encierro vital y sagrado. El alma es precisamente de lo que carece el cuerpo; así, el cuerpo se define como una carencia significante. Esa carencia que es el cuerpo otorga al alma el significado de lo que no se puede revelar. En este aspecto, pues, el alma es una significación de la superficie que rechaza y sustituye la distinción interno/externo, es una figura del espacio psíquico inteior grabado en la superficie del cuerpo como una significación social que permanentemente renuncia a sí misma como tal. En términos de Foucault, el alma no es prisionera del cuerpo, como lo indicarían algunas imágenes cristianas, sino que “el alma es la prisión del cuerpo”.

La redescripción de los procedimientos intrapsíquicos, desde el punto de vista de la política de superficie del cuerpo, sugiere una redescripción corolaria del género como la producción disciplinaria de las figuras de fantasía mediante el juego de presencia y ausencia sobre la superficie del cuerpo, la construcción del cuerpo con género a través de una sucesión de exclusiones y negaciones, ausencias significantes. Pero ¿qué expresa el texto evidente y latente de la política corporal? ¿Cuál es la ley prohibitiva que produce la estilización corpórea del género, la figuración fantaseada y fantástica del cuerpo? Ya hemos descrito los tabúes del incesto y el tabú anterior contra la homosexualidad como los momentos generativos de la identidad del género, las prohibiciones que generan la identidad sobre las rejillas culturalmente inteligibles de una heterosexualidad idealizada y obligatoria. Esa producción disciplinaria del género estabiliza falsamente el género para favorecer los intereses de la construcción y la regulación heterosexuales en el ámbito reproductivo.

La construcción de la coherencia encubre las discontinuidades de género que están presentes en el contexto heterosexual, bisexual, gay y lésbico, en que el género no es obligatoriamente consecuencia directa del sexo, y el deseo, o la sexualidad en general, no parece ser la consecuencia directa del género; en realidad, donde ninguna de estas dimensiones de corporalidad significativa se manifiestan o reflejan una a otra. Cuando la desarticulación y la desagregación del campo de cuerpos alteran la ficción reguladora de la coherencia heterosexual, parece que el modelo expresivo pierde su fuerza descriptiva. Ese ideal regulador se muestra entonces como una regla y una ficción que tiene la apariencia de ley de desarrollo que regula el campo sexual que pretende describir.
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La noción de parodia del género que aquí se expone no presupone que haya un original imitado por dichas identidades paródicas. En realidad, la parodia es de la noción misma de un original; así como la noción psicoanalítica de identificación de género se elabora por la fantasía de una fantasía -la transfiguración de un Otro que siempre es ya una “figura” en ese doble sentido-, la parodia de género volvía a considerar que la identidad original sobre la que se articula el género es una imitación sin un origen. En concreto, es una producción que en efecto -o sea, en su efecto- se presenta como una imitación. Este desplazamiento permanente conforma una fluidez de identidades que propone abrirse a la resignación y la recontextualización; la multiplicación paródica impide a la cultura hegemónica y a su crítica confirmar la existencia de identidades de género esencialistas o naturalizadas. Si bien los significados de género adoptados en estos estilos paródicos obviamente pertenecen a la cultura hegemónica misógina, de todas formas se desnaturalizan y movilizan a través de su recontextualización paródica.

Como imitaciones que en efecto desplazan el significado del original, imitan el mito de la originalidad en sí. En vez de una identificación original que sirve como causa determinante, la identidad de género puede replantearse como una historia personal/cultural de significados ya asumidos, sujetos a un conjunto de prácticas imitativas que aluden lateralmente a otras imitaciones y que, de forma conjunta, crean la ilusión de un yo primario e interno con género o parodian el mecanismo de esa construcción.
Según Fredric Jameson en “Posmodernismo y sociedad de consumo”, la imitación que se burla de concepto de un original es más propia del pastiche que de la parodia:
“El pastiche, como la parodia, es la imitación de un estilo particular o único, levar una máscara estilística, hablar en un lenguaje muerto: pero es una práctica neutral de esa mímica, sin el motivo ulterior de la parodia, sin el impulso satírico, sin risa, sin ese sentimiento todavía oculto de que existe algo normal en comparación con lo cual aquello que se imita es bastante cómico. El pastiche es parodia neutra, parodia que ha perdido el sentido del humor.”

No obstante, la pérdida del sentido de “lo normal” puede ser su propio motivo de risa, sobre todo cuando “lo normal”, “lo original”, resulta ser una copia, y una copia inevitablemente fallida, un ideal que nadie puede personificar. En este sentido, la risa brota al percatarse de que todo el tiempo lo original era algo derivado.

La parodia por sí sola no es subversiva y debe de haber una forma de comprender qué es lo que hace que algunos tipos de repetición paródica sean verdaderamente trastornadores, realmente desasosegantes, y qué repeticiones pueden domesticarse y volver a ponerse en circulación como instrumentos de hegemonía cultural. Es evidente que no bastaría con una tipología de acciones, ya que el desplazamiento paródico, de hecho la risa paródica, depende de un contexto y una recepción que puedan provocar confusiones subversivas.

¿Qué actuación y dónde puede sustituir la distinción interno/externo y reconsiderar radicalmente las presuposiciones psicológicas de la identidad de género y la sexualidad? ¿Qué actuación y dónde conducirá a un replanteamiento del lugar y la estabilidad de lo masculino y lo femenino? ¿Y qué tipo de actuación de género efectuará y mostrará la naturaleza performativa del género en sí de forma que se desestabilicen las categorías naturalizadas de la identidad y el deseo?

Si el cuerpo no es un “ser” sino un límite variable, una superficie cuya permeabilidad está políticamente regulada, una práctica significante dentro de un campo cultural en el que hay una jerarquía de géneros y heterosexualidad obligatoria, entonces ¿qué lenguaje queda para entender esta realización corporal, el género que establece su significado “interno” en su superficie? Sartre quizás habría llamado a este acto “un estilo de ser”, y Foucault “una estilística de la existencia”. Y en mi interpretación anterior de Beauvoir, afirmo que los cuerpos con género son otros tantos “estilos de la carne”. Estos estilos nunca se producen completamente por sí solos porque tienen una historia y esas historias determinan y restringen las opciones. Hay que tener en consideración que el género, por ejemplo, es un estilo corporal, un “acto” por así decirlo que es al mismo tiempo intencional y performativo (donde performativo indica una construcción contingente y dramática del significado).

Partí de una especulación sobre si la política feminista podría funcionar son un “sujeto” en la categoría de las mujeres. No está en juego saber si todavía tiene sentido, estratégico o de transición, aludir a las mujeres para afirmar que se las está representando.

El “nosotros” feminista es siempre y exclusivamente una construcción fantasmática que tiene sus objetivos, pero que rechaza la complejidad interna y la imprecisión del término, y se crea sólo a través de la exclusión de alguna parte del grupo al que al mismo tiempo intenta representar. No obstante, la posición endebe o fantasmática del “nosotros” no es motivo de desesperación o por lo menos no es el único motivo de desesperación. La inestabilidad radical de la categoría cuestiona las limitaciones fundacionales sobre las teorías políticas feministas y da lugar a otras configuraciones, no sólo de géneros y cuerpos sino de la política en sí.

En Beauvoir por ejemplo hay un yo que hace su género, que se transforma en su género, pero ese “yo” habitualmente relacionado con su género es de todas formas un lugar donde se ubica la capacidad de acción que nunca consigue equipararse totalmente con su género.
Ese cogito nunca es plenamente del mundo cultural que negocia, independientemente de lo pequeña que sea la distancia ontológica que aleja a ese sujeto de sus predicados culturales. Las teorías feministas de la identidad que exponen predicados de color, sexualidad, etnicidad, clase y capacidad física frecuentemente acaban con un tímido “etcétera” al final de la lista.

Las prácticas de la parodia pueden servir para volver a mostrar y afianzar la distinción misma entre una configuración de género privilegiada y naturalizada y otra que se manifiesta coo derivada, fantasmática y mimética: una copia fallida, por así decirlo. Y seguramente la parodia se ha utilizado para fomentar una política de desesperación, que confirma la exclusión supuestamente inevitable de los géneros marginales del territorio de lo natural y lo real. No obstante, este fracaso de todas las prácticas de género, debido a que estos sitios ontológicos son fundamentalmente inhabitables. Por consiguiente, hay un risa subversiva en el efecto de pastiche de las prácticas paródicas, en las que lo original, lo auténtico y lo real también están constituidos como efectos.
La pérdida de las reglas de género multiplicaría diversas configuraciones de género, desestabilizaría la identidad sustantiva y privaría a las narraciones naturalizadoras de la heterosexualidad obligatoria de sus protagonistas esenciales: “hombre” y “mujer”. La reiteración paródica del género también presenta la ilusión de la identidad de género como una profundidad inmanejable y una sustancia interior. Como consecuencia de una performatividad sutil y políticamente impuesta, el género es un “acto” por así decirlo, que está abierto a divisiones, a la parodia y crítica de uno mismo o una misma, y a las exhibiciones hiperbólicas de “lo natural” que en su misma exageración, muestran su situación fundamentalmente fantasmática.
He procurado explicar que las categorías de identidad -que normalmente se consideran fundacionales para la política feminista, es decir, que son necesarias para activar el feminismo como una política de identidad- funcionan simultáneamente para ceñir y limitar por anticipado las mismas opciones culturales que, presumiblemente, el feminismo debe abrir. Las restricciones tácitas que crean el “sexo” culturalmente inteligible deben concebirse como estructuras políticas generativas más que como fundamentos naturalizados. Paradójicamente la reconceptualización de la identidad como un efecto, es decir, como producida o generada, abre vías de “capacidad de acción” que son astutamente excluidas por las posiciones que afirman que las categorías de identidad son fundacionales y permanentes.

Que una identidad sea un efecto significa que ni está fatalmente especificada ni es totalmente artificial y arbitraria. El hecho de que el carácter constituido de la identidad haya sido malinterpretado a lo largo de estas dos líneas incompatibles revela la forma mediante la que el discurso feminista sobre la construcción cultural queda atrapado dentro del binarismo innecesario de libre albedrío y determinismo. La construcción no se opone a la capacidad, los términos mismos en que ésta se estructura y se vuelve culturalmente inteligible. La principal tarea del feminismo no es crear un punto de vista externo a las identidades construidas; esto equivaldría a la construcción de un modelo epistemológico que deje de aceptar su propia posición cultural y por lo tanto se promueva como un sujeto global, posición que usa precisamente las estrategias imperialistas que el feminismo debería criticar.
La principal tarea más bien radica en localizar las estrategias de repetición subversiva que posibilitan esas construcciones, confirmar las opciones locales de intervención que forman la identidad y por consiguiente presentan la posibilidad inherente de refutarlas.

Esta indagación teórica ha procurado situar lo político en las propias prácticas significantes que determinan, regulan y desreguan la identidad. No obstante, este intento sólo puede efectuarse planteando un conjunto de preguntas que amplían la noción misma de lo político. ¿Cómo cambiar los fundamentos que contienen distintas configuraciones culturales de género? ¿Cómo desestabilizar y devolver a su dimensión fantasmática las “premisas” de la política de identidad?
Esta tarea ha exigido una genealogía crítica de la naturalización del sexo y de los cuerpos en general. También ha requerido replantearse la figura del cuerpo como mudo, anterior a la cultura, en espera de significación; una figura que posee referencias cruzadas con la de lo femenino, esperando la inscripción como incisión del significante masculino para introducirse en el lenguaje y la cultura. A partir de un estudio político de la heterosexualidad obligatoria ha sido preciso poner en duda a construcción del sexo como binario, como una relación binaria jerárquica. Desde el punto de vista del género como práctica se han planteado preguntas acerca del carácter fijo de la identidad de género como una profundidad interior que supuestamente se exterioriza en diversas formas de “expresión”.

Se ha demostrado que la construcción implícita de la construcción heterosexual primaria del deseo se mantiene aunque se manifieste en el modo de bisexualidad primaria. También se ha expuesto que las estrategias de exclusión y jerarquía continúan planteando la distinción sexo/género y recurriendo al “sexo” como lo prediscursivo, así como priorizando la sexualidad respecto de la cultura y concretamente la construcción cultural de la sexualidad como lo prediscursivo, así como priorizando la sexualidad respecto de la cultura y concretamente la construcción cultural de la sexualidad como lo prediscursivo. Finalmente e paradigma epistemológico que admite la prioridad de agente sobre la acción crea un sujeto global y globalizador que no acepta su propia ubicación ni tampoco las condiciones para una intervención local.
Si se los toma como la base de una teoría o política feminista, estos “efectos” de la jerarquía de género y de la heterosexualidad obligatoria no sólo se detallan erróneamente como fundamentos, sino que las prácticas significantes que hacen posiblee esta descripción metaléptica errónea continúan estando fuera del alcance de una crítica feminista de las relaciones entre los géneros. Introducirse en las prácticas repetitivas de este terreno de significación no es una elección, pues el “yo” que podría entrar ya está siempre dentro: no hay posibilidad de que el agente actúe ni tampoco hay posibilidad de realidad fuera de las prácticas discursivas que otorgan a esos términos la inteligibilidad que poseen. La tarea no es saber si hay que repetir, sino cómo repetir o de hecho repetir y mediante una multiplicación radical de género, desplazar las mismas reglas de género que permiten la propia repetición. No hay una ontología de género sobre la que podamos elaborar una política, porque las ontologías de género siempre funcionan dentro de contextos políticos determinados como preceptos normativos: deciden qé se puede considerar sexo inteligible, usan y refuerzan las limitaciones reproductivas sobre la sexualidad, determinan los requisitos preceptivos mediante los cuales los cuerpos sexuados o con género llegan a la inteligibilidad cultural. Por consiguiente, la ontología no es un fundamento, sino un precepto normativo que funciona insidiosamente al introducirse en el discurso político como su base necesaria.

La deconstrucción de la identidad no es la deconstrucción de la política; más bien instaura como política los términos mismos con los que se estructura la identidad. Este tipo de crítica cuestiona el marco fundacionista, en que se ha organizado el feminismo como una política de identidad. La paradoja interna de este fundacionismo es que determina y obliga a los mismos “sujetos” que espera representar y liberar. La tarea aquí no es alabar cada una de las nuevas opciones posibles en tanto que opciones, sino redescribir las opciones que ya existen, pero que existen dentro de campos culturales calificados como culturalmente ininteligibles e imposibles. Si las identidades ya no se establecieran como premisas de un silogismo político, y si ya no se creyera que la política es una serie de prácticas derivadas de los supuestos intereses que incumben a un conjunto de sujetos preconcebidos, seguramente nacería una nueva configuración de la política a partir de las ruinas de la anterior. Las configuraciones culturales del sexo y el género podrían entonces multiplicarse o más bien su multiplicación actual podría estructurarse dentro de los discursos que determinan la vida cultural inteligible, derrocando el propio binarismo del sexo y revelando su antinaturalidad fundamental. ¿Qué otras estrategias locales que comprometan lo “no natural” podrían conducir a la desnaturalización del género como tal?
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