sábado, 29 de enero de 2011

el género en disputa, estrategias de reconstrucción

Judith Bulter

Wittig afirma que un a priori epistémico culturalmente específico determina la naturalidad del “sexo”. Pero ¿a través de qué medios enigmáticos “el cuerpo” ha sido reconocido como un dato prima facie que no acepta ninguna genealogía? También en el ensayo de Foucault sobre la cuestión de la genealogía, el cuerpo se configura como una superficie y el escenario de una inscripción cultural: “El cuerpo es la superficie grabada de los acontecimientos”. La labor de la genealogía, afirma, es “mostrar un cuerpo completamente grabado por la historia”. No obstante, su enunciado va más lejos al eludir al objetivo de la “historia” -que aquí se interpreta apoyándose en el modelo de la “civilización” de Freud- como la “destrucción del cuerpo”. La historia destruye precisamente las fuerzas y los impulsos con múltiples direcciones, y a la vez los mantiene mediante el Enstehung (acontecimiento histórico) de la inscripción. En tanto que es “un volumen en constante desintegración”, el cuerpo siempre está en estado de sitio, sopotando el deterioro de los términos mismos de la historia, y ésta es la formación de valores y significados mediante una práctica significante que exige someter el cuerpo. Esta destrucción corporal es necesaria para crear al sujeto hablante y sus significaciones. Este cuerpo, definido con el lenguaje de superficie y fuerza, pierde fuerza por medio de un “drama singular” de dominación, inscripción y creación. Éste no es e modus vivendi de un tipo de historia más que de otro, sino que para Foucault, es la “historia” en su gesto esencial y represor.

Aunque Foucault afirma: “Nada en el hombre -ni siquiera su cuerpo- es lo suficientemente estable para servir de base al reconocimiento propio o para entender a otros hombres”, sin embargo expone que la constancia de la inscripción cultural es un “drama singular” que actúa sobre el cuerpo. Si la creación de valores -ese modo histórico de significación- exige la destrucción del cuerpo -de forma parecida al instrumento de tortura el cuerpo sobre el que escribe-, entonces debe de haber un cuerpo anterior a esa inscripción, estable e idéntido a sí mismo, sujeto a esa destrucción sacrificante. En cierto modo, para Foucault, igual que para Nietzsche, los valores culturales aparecen como consecuencia de una inscripción en el cuerpo, ententido como un medio, de hecho, como una página en blanco; no obstante, para que esta inscripción pueda significar, ese medio en sí debe ser destruido, es decir, debe ser completamente transvalorado a un campo de valores sublimado. Dentro de las metáforas de esta noción de valores culturales se encuentra la figura de la historia como una herramienta implacable de escritura, y el cuerpo como el medio que debe ser destruido y transfigurado para que emerja la “cultura”.
Al decir que hay un cuerpo anterior a su inscripción cultural, Foucault sugiere una materialidad anterior a la significación y a la forma. Puesto que esta distinción es una parte esencial para la labor de la genealogía como él la define, la distinción en sí queda excluida como un objeto de la investigación genealógica. Eventualmente, en su análisis de Herculine, Foucault afirma que hay una abundancia prediscursiva de fuerzas corporales que aparecen a través de la superficie del cuerpo para alterar las prácticas que regulan la coherencia cultural impuesta sobre ese cuerpo por un régimen de poder, entendido como una vicisitud de la “historia”. Si se rechaza el supuesto de algún tipo de fuente de trastorno anterior a las categorías, ¿se puede analizar genealógicamente la demarcación del cuerpo en sí como práctica significante? Esta demarcación no es iniciada por una historia reificada o por un sujeto. Las marcas son producto de una estructuración difusa y activa del campo social. Esta práctica significante crea un espacio social de y para el cuerpo dentro de ciertas rejillas reguladoras de la inteligibilidad.
Douglas afirma que el cuerpo “es un modelo que puede usarse en cualquier sistema que tenga límites. Sus límites pueden representar todos los límites que estén amenazados o sean precarios”. Y formula una pregunta que se podría haber leído en Foucault: “¿Por qué se cree que los márgenes corporales está específicamente conferidos de poder y peligro?”
Douglas alega que todos los sistemas sociales son vulnerables en sus márgenes y que, por tanto, todos los márgenes se consideran peligrosos. Si el cuerpo es una sinécdoque del sistema social per se o un lugar en el que concurren sistemas abiertos, entonces cualquier tipo de permeabilidad no regulada es un lugar de contaminación y peligro. Dado que el sexo anal y oral entre hombres determina claramente ciertos tipos de permeabilidad corporal no permitidos por el orden hegemónico, la homosexualidad masculina, dentro de ese punto de vista hegemónico, sería un lugar peligroso y contaminante previo a la presencia cultural del sida e independiente de ella. Igualmente, la condición “contaminada” de las lesbianas, independientemente de su posición de bajo riesgo respecto del sida, manifiesta los peligros de sus intercambios corporales. Resulta revelador que estar “fuera” del orden hegemónico no implica estar “en” un estado de naturaleza sucia y desordenada. De forma paradójica, la homosexualidad casi siempre se concibe dentro de la economía significante homofóbica como incivilizada y antinatural.
La construcción de límites corporales estables se basa en lugares fijos de permeabilidad e impermeabilidad corpóreas. En contextos homosexuales y heterosexuales, las prácticas sexuales que abren superficies y orificios a una significación erótica y cierran otros circunscriben los límites del cuerpo en las nuevas líneas culturales. Un ejemplo de ello es el sexo anal entre hombres, al igual que el re-membramiento radical del cuerpo en El cuerpo lesbiano de Wittig. Douglas hace referencia a “un tipo de contaminación sexual que afirma el deseo de conservar intacto el cuerpo (físico y social)”, lo cual indica que la noción naturalizada de “el” cuerpo es de por sí una consecuencia de sus límites estables. Asimismo los ritos de paso que rigen diversos orificios corporales dan por sentada una construcción heterosexual del intercambio, las posiciones y las opciones eróticas de los géneros. La desregulación de tales intercambios trastoca también los límites mismos que definen lo que es ser un cuerpo. En realidad, la investigación que estudia las prácticas reguladoras en las que se basan los límites corporales conforma precisamente la genealogía de “el cuerpo” en su carácter diferenciado, genealogía que podría radicalizar aún más la teoría de Foucault.
Kristeva analiza la abyección de forma significativa en Poderes de la perversión al proponer los usos de la idea estructuralista de un tabú que establece límites para crear un sujeto diferenciado por medio de la exclusión.
Lo “abyecto” nombra lo que ha sido expulsado del cuerpo, evacuado como excremento, literalmente convertido en “Otro”. Esto se efectúa como una expulsión de elementos ajenos, pero de hecho lo ajeno se establece a través de la expulsión. La construcción del “no yo” como lo abyecto determina los límites del cuerpo, que también son los primeros contornos del sujeto. Kristeva escribe:
La náusea me hace rechazar esa nata, me aleja de la madre y el padre que me la ofrecen. “Yo” no quiero nada de ese elemento, signo del deseo de ellos; “yo” no quiero escuchar, “yo” no lo asimilo, “yo” lo expulso. Pero puesto que la comida no es un “otro” para “mí”, que sólo estoy en el deseo de ello, me expulso a mí misma, me escupo a mí misma, me vuelvo abyecta a mí misma dentro del mismo movimiento con el cual “yo” afirmo que me establezco a mí misma.”
El límitedel cuerpo, así como la distinción entre lo interno y lo externo, se produce por medio de la expulsión y la revaluación de algo que en un principio era una parte de la identidad en una otredad deshonrosa. Como señala Iris Young cuando apela a Fristeva para explicar el sexismo, la homofobia y el racismo, el rechazo de los cuerpos por su sexo, sexualidad o color es un “expulsión” de la que se desprende una “repulsión” que establece y refuerza identidades culturalmente hegemónicas sobre ejes de diferenciación de sexo/raza/sexualidad. La adaptación que Young hace de Kristeva refleja cómo el procedimiento de repulsión puede afianzar “identidades” basadas en el hecho de instaurar al “Otro” o a un conjunto de Otros mediante la exclusión y la dominación.
Mediante la fragmentación de los mundos “internos” y “externos” del sujeto se establece una frontera y un límite que se preservan débilmente con finalidades de reglamentación y control sociales. El límite entre lo interno y lo externo se confunde por los conductos excrementales en que lo interno efectivamente se hace externo, y esta función excretoria se convierte, por así decirlo, en el modelo por el cual se efectúan otras formas de diferenciación de identidades. En efecto, éste es el modo en que los Otros se convierten en mierda. Para que los mundos interno y externo sean completamente diferentes, toda la superficie del cuerpo tendría que conseguir una impermeabilidad imposible. Cerrar de esta forma sus superficies sería el límite inconsútil de sujeto; pero ese encierro no podría dejar de explotar precisamente por esa mugre excrementicia a la que teme.
Con independencia de las metáforas concretas de las distinciones espaciales entre lo interno y lo externo, éstos siguen siendo términos lingüísiticos que posibilitan y organizan una sucesión de fantasías temidas y anheladas. Lo “interno” y “lo externo” sólo tienen sentido con referencia a un límite mediador que combate por la estabilidad. Y esta estabilidad, esta coherencia, se establece en gran parte por órdenes culturales que castigan al sujeto y obligan a distinguirlo de lo abyecto. Así, “interno” y “externo” forman una distinción binaria que estabiliza y refuerza al sujeto coherente. Cuando se cuestiona ese sujeto, el significado y la necesidad de los términos pueden ser objeto de desplazamiento. Si el “mundo interno” ya no designa un topos, la fijeza interna del yo, y de hecho, la localización interna de la identidad de género se vuelven igualmente dudosos. La pregunta esencial no es cómo se interiorizó esa identidad (como si la interiorización fuese un procedimiento o un mecanismo que pudiese reelaborarse mediante una descripción). Más bien debemos preguntar: ¿desde qué posición estratégica en el discurso público y por qué razones se ha sostenido el tropo de la interioridad y la disyuntiva binaria de interno/externo? ¿En qué lenguaje se ha configurado el “espacio interno”? ¿Qué tipo de configuración es, y a través de qué figura del cuerpo se significa? ¿Cómo configura un cuerpo en su superficie la invisibilidad misma de su profundidad escondida?

De la interioridad a los performativos de género

En Vigilar y Castigar, Foucault pone en tela de juicio el lenguaje de la interiorización porque está al servicio del régimen disciplinario de la subyugación y la subjetivización de criminales. Aunque la Historia de la sexualidad de Foucault puso objeciones a lo que según él era la creencia psicoanalítica en la “verdad interior” del sexo, en el contexto de su historia de la criminología critica la doctrina de la interiorización por otras razones. En cierto sentido, Vigilar y castigar puede considerarse el intento de Foucault por reescribir la doctrina de interiorización que Nietzsche explicó en La genealogía de la moral sobre el modelo de la inscripción. Entre los presos, afirma Foucualt, la táctica no ha sido reprimir sus deseos, sino obligar a sus cuerpos a significar la ley prohibitiva como su esencia, su estilo y su necesidad. Esa ley no se interioriza literalmente, sino que se incorpora, con el resultado de que se crean cuerpos que significan esa ley en el cuerpo y a través de él; allí la ley se muestra como la esencia de su yo, el significado de su alma, su conciencia, la ley de su deseo. Efectivamente, la ley es al mismo tiempo completamente evidente y totalmente latente, puesto que nunca se manifiesta como externa a los cuerpos que domina y subjetiva. Foucault afirma:
“No se debería decir que el alma es una ilusión, o un efecto ideológico. Pero sí que existe, que tiene una realidad, que está creada de manera perpetua en torno, en la superficie y en el interior del cuerpo por el funcionamiento de un podder que se impone sobre aquellos a quienes se castiga.”

La figura del alma interna -entendida como “en el interior” del cuerpo- se significa por medio de su inscripción en la superficie del cuerpo, aunque su modo primario de significación sea a través de su misma esencia, su potente invisibilidad. El efecto de un espacio interno articulador se genera mediante la significación de un cuerpo como un encierro vital y sagrado. El alma es precisamente de lo que carece el cuerpo; así, el cuerpo se define como una carencia significante. Esa carencia que es el cuerpo otorga al alma el significado de lo que no se puede revelar. En este aspecto, pues, el alma es una significación de la superficie que rechaza y sustituye la distinción interno/externo, es una figura del espacio psíquico inteior grabado en la superficie del cuerpo como una significación social que permanentemente renuncia a sí misma como tal. En términos de Foucault, el alma no es prisionera del cuerpo, como lo indicarían algunas imágenes cristianas, sino que “el alma es la prisión del cuerpo”.

La redescripción de los procedimientos intrapsíquicos, desde el punto de vista de la política de superficie del cuerpo, sugiere una redescripción corolaria del género como la producción disciplinaria de las figuras de fantasía mediante el juego de presencia y ausencia sobre la superficie del cuerpo, la construcción del cuerpo con género a través de una sucesión de exclusiones y negaciones, ausencias significantes. Pero ¿qué expresa el texto evidente y latente de la política corporal? ¿Cuál es la ley prohibitiva que produce la estilización corpórea del género, la figuración fantaseada y fantástica del cuerpo? Ya hemos descrito los tabúes del incesto y el tabú anterior contra la homosexualidad como los momentos generativos de la identidad del género, las prohibiciones que generan la identidad sobre las rejillas culturalmente inteligibles de una heterosexualidad idealizada y obligatoria. Esa producción disciplinaria del género estabiliza falsamente el género para favorecer los intereses de la construcción y la regulación heterosexuales en el ámbito reproductivo.

La construcción de la coherencia encubre las discontinuidades de género que están presentes en el contexto heterosexual, bisexual, gay y lésbico, en que el género no es obligatoriamente consecuencia directa del sexo, y el deseo, o la sexualidad en general, no parece ser la consecuencia directa del género; en realidad, donde ninguna de estas dimensiones de corporalidad significativa se manifiestan o reflejan una a otra. Cuando la desarticulación y la desagregación del campo de cuerpos alteran la ficción reguladora de la coherencia heterosexual, parece que el modelo expresivo pierde su fuerza descriptiva. Ese ideal regulador se muestra entonces como una regla y una ficción que tiene la apariencia de ley de desarrollo que regula el campo sexual que pretende describir.
~

La noción de parodia del género que aquí se expone no presupone que haya un original imitado por dichas identidades paródicas. En realidad, la parodia es de la noción misma de un original; así como la noción psicoanalítica de identificación de género se elabora por la fantasía de una fantasía -la transfiguración de un Otro que siempre es ya una “figura” en ese doble sentido-, la parodia de género volvía a considerar que la identidad original sobre la que se articula el género es una imitación sin un origen. En concreto, es una producción que en efecto -o sea, en su efecto- se presenta como una imitación. Este desplazamiento permanente conforma una fluidez de identidades que propone abrirse a la resignación y la recontextualización; la multiplicación paródica impide a la cultura hegemónica y a su crítica confirmar la existencia de identidades de género esencialistas o naturalizadas. Si bien los significados de género adoptados en estos estilos paródicos obviamente pertenecen a la cultura hegemónica misógina, de todas formas se desnaturalizan y movilizan a través de su recontextualización paródica.

Como imitaciones que en efecto desplazan el significado del original, imitan el mito de la originalidad en sí. En vez de una identificación original que sirve como causa determinante, la identidad de género puede replantearse como una historia personal/cultural de significados ya asumidos, sujetos a un conjunto de prácticas imitativas que aluden lateralmente a otras imitaciones y que, de forma conjunta, crean la ilusión de un yo primario e interno con género o parodian el mecanismo de esa construcción.
Según Fredric Jameson en “Posmodernismo y sociedad de consumo”, la imitación que se burla de concepto de un original es más propia del pastiche que de la parodia:
“El pastiche, como la parodia, es la imitación de un estilo particular o único, levar una máscara estilística, hablar en un lenguaje muerto: pero es una práctica neutral de esa mímica, sin el motivo ulterior de la parodia, sin el impulso satírico, sin risa, sin ese sentimiento todavía oculto de que existe algo normal en comparación con lo cual aquello que se imita es bastante cómico. El pastiche es parodia neutra, parodia que ha perdido el sentido del humor.”

No obstante, la pérdida del sentido de “lo normal” puede ser su propio motivo de risa, sobre todo cuando “lo normal”, “lo original”, resulta ser una copia, y una copia inevitablemente fallida, un ideal que nadie puede personificar. En este sentido, la risa brota al percatarse de que todo el tiempo lo original era algo derivado.

La parodia por sí sola no es subversiva y debe de haber una forma de comprender qué es lo que hace que algunos tipos de repetición paródica sean verdaderamente trastornadores, realmente desasosegantes, y qué repeticiones pueden domesticarse y volver a ponerse en circulación como instrumentos de hegemonía cultural. Es evidente que no bastaría con una tipología de acciones, ya que el desplazamiento paródico, de hecho la risa paródica, depende de un contexto y una recepción que puedan provocar confusiones subversivas.

¿Qué actuación y dónde puede sustituir la distinción interno/externo y reconsiderar radicalmente las presuposiciones psicológicas de la identidad de género y la sexualidad? ¿Qué actuación y dónde conducirá a un replanteamiento del lugar y la estabilidad de lo masculino y lo femenino? ¿Y qué tipo de actuación de género efectuará y mostrará la naturaleza performativa del género en sí de forma que se desestabilicen las categorías naturalizadas de la identidad y el deseo?

Si el cuerpo no es un “ser” sino un límite variable, una superficie cuya permeabilidad está políticamente regulada, una práctica significante dentro de un campo cultural en el que hay una jerarquía de géneros y heterosexualidad obligatoria, entonces ¿qué lenguaje queda para entender esta realización corporal, el género que establece su significado “interno” en su superficie? Sartre quizás habría llamado a este acto “un estilo de ser”, y Foucault “una estilística de la existencia”. Y en mi interpretación anterior de Beauvoir, afirmo que los cuerpos con género son otros tantos “estilos de la carne”. Estos estilos nunca se producen completamente por sí solos porque tienen una historia y esas historias determinan y restringen las opciones. Hay que tener en consideración que el género, por ejemplo, es un estilo corporal, un “acto” por así decirlo que es al mismo tiempo intencional y performativo (donde performativo indica una construcción contingente y dramática del significado).

Partí de una especulación sobre si la política feminista podría funcionar son un “sujeto” en la categoría de las mujeres. No está en juego saber si todavía tiene sentido, estratégico o de transición, aludir a las mujeres para afirmar que se las está representando.

El “nosotros” feminista es siempre y exclusivamente una construcción fantasmática que tiene sus objetivos, pero que rechaza la complejidad interna y la imprecisión del término, y se crea sólo a través de la exclusión de alguna parte del grupo al que al mismo tiempo intenta representar. No obstante, la posición endebe o fantasmática del “nosotros” no es motivo de desesperación o por lo menos no es el único motivo de desesperación. La inestabilidad radical de la categoría cuestiona las limitaciones fundacionales sobre las teorías políticas feministas y da lugar a otras configuraciones, no sólo de géneros y cuerpos sino de la política en sí.

En Beauvoir por ejemplo hay un yo que hace su género, que se transforma en su género, pero ese “yo” habitualmente relacionado con su género es de todas formas un lugar donde se ubica la capacidad de acción que nunca consigue equipararse totalmente con su género.
Ese cogito nunca es plenamente del mundo cultural que negocia, independientemente de lo pequeña que sea la distancia ontológica que aleja a ese sujeto de sus predicados culturales. Las teorías feministas de la identidad que exponen predicados de color, sexualidad, etnicidad, clase y capacidad física frecuentemente acaban con un tímido “etcétera” al final de la lista.

Las prácticas de la parodia pueden servir para volver a mostrar y afianzar la distinción misma entre una configuración de género privilegiada y naturalizada y otra que se manifiesta coo derivada, fantasmática y mimética: una copia fallida, por así decirlo. Y seguramente la parodia se ha utilizado para fomentar una política de desesperación, que confirma la exclusión supuestamente inevitable de los géneros marginales del territorio de lo natural y lo real. No obstante, este fracaso de todas las prácticas de género, debido a que estos sitios ontológicos son fundamentalmente inhabitables. Por consiguiente, hay un risa subversiva en el efecto de pastiche de las prácticas paródicas, en las que lo original, lo auténtico y lo real también están constituidos como efectos.
La pérdida de las reglas de género multiplicaría diversas configuraciones de género, desestabilizaría la identidad sustantiva y privaría a las narraciones naturalizadoras de la heterosexualidad obligatoria de sus protagonistas esenciales: “hombre” y “mujer”. La reiteración paródica del género también presenta la ilusión de la identidad de género como una profundidad inmanejable y una sustancia interior. Como consecuencia de una performatividad sutil y políticamente impuesta, el género es un “acto” por así decirlo, que está abierto a divisiones, a la parodia y crítica de uno mismo o una misma, y a las exhibiciones hiperbólicas de “lo natural” que en su misma exageración, muestran su situación fundamentalmente fantasmática.
He procurado explicar que las categorías de identidad -que normalmente se consideran fundacionales para la política feminista, es decir, que son necesarias para activar el feminismo como una política de identidad- funcionan simultáneamente para ceñir y limitar por anticipado las mismas opciones culturales que, presumiblemente, el feminismo debe abrir. Las restricciones tácitas que crean el “sexo” culturalmente inteligible deben concebirse como estructuras políticas generativas más que como fundamentos naturalizados. Paradójicamente la reconceptualización de la identidad como un efecto, es decir, como producida o generada, abre vías de “capacidad de acción” que son astutamente excluidas por las posiciones que afirman que las categorías de identidad son fundacionales y permanentes.

Que una identidad sea un efecto significa que ni está fatalmente especificada ni es totalmente artificial y arbitraria. El hecho de que el carácter constituido de la identidad haya sido malinterpretado a lo largo de estas dos líneas incompatibles revela la forma mediante la que el discurso feminista sobre la construcción cultural queda atrapado dentro del binarismo innecesario de libre albedrío y determinismo. La construcción no se opone a la capacidad, los términos mismos en que ésta se estructura y se vuelve culturalmente inteligible. La principal tarea del feminismo no es crear un punto de vista externo a las identidades construidas; esto equivaldría a la construcción de un modelo epistemológico que deje de aceptar su propia posición cultural y por lo tanto se promueva como un sujeto global, posición que usa precisamente las estrategias imperialistas que el feminismo debería criticar.
La principal tarea más bien radica en localizar las estrategias de repetición subversiva que posibilitan esas construcciones, confirmar las opciones locales de intervención que forman la identidad y por consiguiente presentan la posibilidad inherente de refutarlas.

Esta indagación teórica ha procurado situar lo político en las propias prácticas significantes que determinan, regulan y desreguan la identidad. No obstante, este intento sólo puede efectuarse planteando un conjunto de preguntas que amplían la noción misma de lo político. ¿Cómo cambiar los fundamentos que contienen distintas configuraciones culturales de género? ¿Cómo desestabilizar y devolver a su dimensión fantasmática las “premisas” de la política de identidad?
Esta tarea ha exigido una genealogía crítica de la naturalización del sexo y de los cuerpos en general. También ha requerido replantearse la figura del cuerpo como mudo, anterior a la cultura, en espera de significación; una figura que posee referencias cruzadas con la de lo femenino, esperando la inscripción como incisión del significante masculino para introducirse en el lenguaje y la cultura. A partir de un estudio político de la heterosexualidad obligatoria ha sido preciso poner en duda a construcción del sexo como binario, como una relación binaria jerárquica. Desde el punto de vista del género como práctica se han planteado preguntas acerca del carácter fijo de la identidad de género como una profundidad interior que supuestamente se exterioriza en diversas formas de “expresión”.

Se ha demostrado que la construcción implícita de la construcción heterosexual primaria del deseo se mantiene aunque se manifieste en el modo de bisexualidad primaria. También se ha expuesto que las estrategias de exclusión y jerarquía continúan planteando la distinción sexo/género y recurriendo al “sexo” como lo prediscursivo, así como priorizando la sexualidad respecto de la cultura y concretamente la construcción cultural de la sexualidad como lo prediscursivo, así como priorizando la sexualidad respecto de la cultura y concretamente la construcción cultural de la sexualidad como lo prediscursivo. Finalmente e paradigma epistemológico que admite la prioridad de agente sobre la acción crea un sujeto global y globalizador que no acepta su propia ubicación ni tampoco las condiciones para una intervención local.
Si se los toma como la base de una teoría o política feminista, estos “efectos” de la jerarquía de género y de la heterosexualidad obligatoria no sólo se detallan erróneamente como fundamentos, sino que las prácticas significantes que hacen posiblee esta descripción metaléptica errónea continúan estando fuera del alcance de una crítica feminista de las relaciones entre los géneros. Introducirse en las prácticas repetitivas de este terreno de significación no es una elección, pues el “yo” que podría entrar ya está siempre dentro: no hay posibilidad de que el agente actúe ni tampoco hay posibilidad de realidad fuera de las prácticas discursivas que otorgan a esos términos la inteligibilidad que poseen. La tarea no es saber si hay que repetir, sino cómo repetir o de hecho repetir y mediante una multiplicación radical de género, desplazar las mismas reglas de género que permiten la propia repetición. No hay una ontología de género sobre la que podamos elaborar una política, porque las ontologías de género siempre funcionan dentro de contextos políticos determinados como preceptos normativos: deciden qé se puede considerar sexo inteligible, usan y refuerzan las limitaciones reproductivas sobre la sexualidad, determinan los requisitos preceptivos mediante los cuales los cuerpos sexuados o con género llegan a la inteligibilidad cultural. Por consiguiente, la ontología no es un fundamento, sino un precepto normativo que funciona insidiosamente al introducirse en el discurso político como su base necesaria.

La deconstrucción de la identidad no es la deconstrucción de la política; más bien instaura como política los términos mismos con los que se estructura la identidad. Este tipo de crítica cuestiona el marco fundacionista, en que se ha organizado el feminismo como una política de identidad. La paradoja interna de este fundacionismo es que determina y obliga a los mismos “sujetos” que espera representar y liberar. La tarea aquí no es alabar cada una de las nuevas opciones posibles en tanto que opciones, sino redescribir las opciones que ya existen, pero que existen dentro de campos culturales calificados como culturalmente ininteligibles e imposibles. Si las identidades ya no se establecieran como premisas de un silogismo político, y si ya no se creyera que la política es una serie de prácticas derivadas de los supuestos intereses que incumben a un conjunto de sujetos preconcebidos, seguramente nacería una nueva configuración de la política a partir de las ruinas de la anterior. Las configuraciones culturales del sexo y el género podrían entonces multiplicarse o más bien su multiplicación actual podría estructurarse dentro de los discursos que determinan la vida cultural inteligible, derrocando el propio binarismo del sexo y revelando su antinaturalidad fundamental. ¿Qué otras estrategias locales que comprometan lo “no natural” podrían conducir a la desnaturalización del género como tal?
~

No hay comentarios:

Publicar un comentario