jueves, 10 de febrero de 2011

La Diosa Madre. Conclusiones

La Diosa Madre y las divinidades femeninas.


En la época prehistórica cuando la humanidad era pequeña, la duración de la vida corta y la mortalidad infantil grande, la capacidad reproductora de la mujer fue la principal oportunidad de supervivencia para el clan, la horda o la estirpe. Se recelaba, no obstante, de la fertilidad femenina, no reconocida aún como una consecuencia del apareamiento, sino como la intervención de un poder numinoso, lo que otorgó a la mujer una especial significación, un carácter mágico. Ella era un misterio primordial. El padre, por el contrario, seguía siendo desconocido, tanto como el dios padre. “Mater semper certa, pater semper incertus”, todavía se dice en el derecho romano.

Así las más antiguas estatuilla del paleolítico llegadas hasta nosotros son en su mayor parte representaciones femeninas, madres primordiales o ídolos de fertilidad, como acepta la mayoría de los investigadores, y no obscenidades del periodo glacia. Casi sin excepción son mujeres mayores, figuras maternas. Todo lo individual, y en especial el rostro, está disimulado, pero los caracteres sexuales, pechos, vientre, genitales, en cambio, están resaltados de tal modo que aparecen como lo “único real”. Todas en un avanzado estado de gestación, son evidentemente materializaciones de la energía, primordial, alumbradora y reproductora, de la mujer, tempranas precursoras de las diosas madres.

Si el matriarcado es más antiguo que el patriarcado, como la investigación confirma cada vez con más fuerza, el culto de la Gran Diosa Madre precede con toda probabilidad al del Dios Padre, su anterioridad está repetidamente atestiguada desde Grecia hasta México. Asimismo, la relación social humana más antigua debe de ser la de madre e hijo. La madre sirve de nexo en la familia primitiva, vela y da a luz. Así se convierte en representante de la Madre Tierra, de la Madre Luna, de la Gran Madre.

Esta adoración de la Gran Hembra se había visto favorecida por el desarrollo económico de la edad glacial tardía y por la sedentarización provisional de los cazadores de Eurasia central. En esas condiciones, la cabeza femenina de todo el linaje no sólo garantizaba la supervivencia del clan, sino que también se ocupaba de la alimentación y el vestido y, en tanto era la figura central del hogar común, incluso estrechaba los lazos existentes entre los moradores. Cuando aquel sedentarismo termina, desaparecen con él las esculturas femeninas.

Ahora bien, en el Neolítico, cuando paulatinamente comienzan a encontrarse imágenes fálicas y símbolos masculinos de fertilidad, hay, más o menos desde el quinto o el cuarto milenio, una gran cantidad de estatuillas femeninas. Las más antiguas proceden de Asia Occidental, especialmente de los alrededores de los templos. La cabeza apenas está insinuada y, por el contrario, los distintivos sexuales, pechos, vientre y vulva, están de nuevo fuertemente acentuados. Además la mayoría aparecen representadas en los prolegómenos del alumbramiento, esto es, en cuclillas: como se da a luz en el Oriente Próximo, todavía en la actualidad. En aquel tiempo, las figuras de este tipo son producidas en serie y vendidas a los visitantes de los templos. También en el sudeste europeo surgen figuras femeninas de culto que debían de pertenecer a diversos ajuares. Las hay, en fin, en toda Europa, en España, en Francia, en Irlanda y también en el Nordeste.

De esta manera, con el tiempo, se va formando la idea de una madre divina, sobre todo en las regiones de colonización agraria. Su religión se relaciona estrechamente con la revolución económica que supusieron los primeros cultivos, una forma agraria de economía y de existencia que se origina en Asia muchos milenios antes de Cristo y que proporciona de nuevo a la mujer una creciente consideración. En efecto, como centro del clan y dispensadora de alimento, el hogar fue también el primer altar, como administradora de las provisiones, productora de recipientes y vestidos, en suma, como creadora de los fundamentos de la cultura humana, muchas veces consigue un prestigio extraordinario, caracterizado, desde el punto de vista jurídico, por el derecho materno y la sucesión matrilineal y desde el punto de vista religioso, precisamente por las diosas madres. Y es que cuando la humanidad se vincula al suelo y a la propiedad, el significado de la descendencia aumenta y, con la fertilidad de la mujer, también aumenta la significación del suelo que ella trabaja y con el que el hombre la equipara sin reservas en el plano místico, creyendo en una correlación de la función reproductora de ambos.

La tierra, seno materno de todo lo viviente, pensada desde siempre como diosa maternal, es la “figura divina más antigua, la más venerada y también la más misteriosa”, o como Sófocles dice “la más excelsa entre los dioses”. Según las más antiguas creencias griegas, todo lo que crece y fluye procede de ella, incluso los hombres y los dioses. En Grecia, una serie de cultos ampliamente extendidos estuvieron dedicados a la Tierra como madre absoluta, gran diosa de la más antigua religión helena; en Olimpia precedió a Zeus, en Delfos a Apolo, en Esparta y Tegea hubo altares consagrados a ella. Hasta en el más antiguo escrito sagrado de la India se lee ya la expresión “Madre Tierra”.

Y en las culturas matriarcales se equipara a la Tierra con la mujer, pues la vida surge de ambos cuerpos, el linaje sobrevive mediante las dos. En la mujer se encarnan la fuerza germinal y la fertilidad de la naturaleza, y la naturaleza regala vida en analogía con la mujer cuando pare. Los hijos y las cosechas aparecen como dones sobrenaturales, productos de un poder mágico. Hasta la época moderna, la mujer ha estado más estrechamente relacionada que el hombre con las fiestas de la fertilidad y los ritos agrícolas. “Respecto a la Tierra, el hombre es extraño, la mujer, lo autóctono… Ella es la continuación de la Tierra”. Son palabras todavía empleadas por el físico romántico Johann Wilhelm Ritter.


En la primera época de la cultura agraria aparecen por todas partes las divinidades femeninas, en las que se adora el secreto de la fertilidad, el ciclo eterno de la sucesión y la extinción. En toda la región mediterránea, en todo el Oriente Próximo, e incluso en la religión india anterior a los arios, se celebran fiestas de diosas de la fertilidad y de la maternidad, todas eclipsadas por la Gran Madre, creadora de toda vida que, aunque ya antes fuera imaginada como una joven, podrá ser festejada en Canaán, casi al mismo tiempo, como “doncella” y “abuela de todos los pueblos”.

Para adorarla, los hombres erigen un templo tras otro, las representan de mil formas, en estatuas monumentales, en pequeños ídolos, mayestática, vital, con caderas pronunciadas y vulva saliente, aunque también como una esbelta vampiresa, demoníaca, con grandes ojos y mirada enigmática. De pie o desde su trono, amamanta al hijo divino, irradia energía y fuerza, el sacrum sexuale. Sentada y abierta de piernas, muestra su sexo, con los otros dioses tendidos a sus pies. Aprieta sus pechos exuberantes, bendice, agita símbolos de fertilidad, tallos de azucena, gavillas de cereal o serpientes. Levanta un cuenco del cual fluye el agua de la vida, y los pliegues de su vestido rebosan de frutos.

Tenemos testimonios de ella como diosa principal hacia el 3200 a. C. La conoce ya la religión sumeria, la más antigua de la que sepamos algo, “en aquel tiempo, ni siquiera se hacía mención de un Padre Absoluto”. Su imagen se encuentra en el arca sagrada de Uruk, ciudad mesopotámica cuyos orígenes se remontan a la prehistoria. La adoran en Nínive, Babilonia, Assur y Menfis. La podemos descubrir también en la forma de la india Mahadevi, gran diosa; la vemos en innumerables matres o matrae, las diosas madres de los celtas, cubiertas de flores, frutos, cuernos de la abundancia o niños, y, no en último lugar, la podemos identificar en Egipto bajo los rasgos de Isis, el modelo casi exacto de la María cristiana.

Su aspecto cambia, entra en escena unas veces como madre o como “virgen” y “embarazada inmaculada” o como diosa del combate, a caballo y con armas y por supuesto bajo diferentes formas animales, por ejemplo, en la figura de un pez, una yegua o una vaca. E igualmente cambian sus nombres. Los sumerios la llaman Inanna, los kurritas Sauska, los asirios Militta, los babilonios Ishtar, los sirios Atargatis, los fenicios Astarté, los escritos del Antiguo Testamento la denominan Asera, Anat o Baalat, la compañera de Baal, los frigios Cibeles, los griegos Gaya, Rhea o Afrodita, los romanos Magna Mater. El emperador Augusto reconstruyó en el Palatino sus templos, destruidos por el fuego, y el propio emperador Juliano abogó por ella. Adorada desde la época prehistórica, su imagen es “el ídolo más antiguo de la humanidad” y la característica más constante de los testimonios arqueológicos en todo el mundo.

La Gran madre, que aparece en montañas y bosques o junto a ciertas fuentes, cuya fuerza vital y bendiciones se sienten de año en año, es la guardiana del mundo vegetal, de la tierra fructífera, la idea misma de la belleza, del amor sensual, de la sexualidad desbordante, señora también de los animales. Los más sagrados son, para ella, las palomas, los peces y las serpientes: la paloma es una antigua imagen de la vida, probablemente ya en el Neolítico, el pez, un típico símbolo del pene y la fertilidad; y la serpiente, a causa de su similitud con el falo, también es un animal sexual, que expresa la generación y la fuerza. En el cristianismo, tan dado a invertir valores, la paloma representar al Espíritu Santo, el pez se convertirá en el símbolo de la eucaristía, la palabra griega “ichthys” forma un anagrama del nombre “Jesucristo, Hijo de Dios, Salvador, -Jesus Christos Theous Hyios Soter-; y la serpiente personificará lo negativo desde el primer libro de la Biblia, siendo rebajada a símbolo del Mal, que se deslizará furtivamente junto a los zócalos o entre las columnas de las iglesias medievales.

La Gran Madre, sin embargo, no está ligada sólo con la tierra, con lo telúrico. Su destello se extiende, ya entre los sumerios, “por la ladera del Cielo”, es “Señora del Cielo”, diosa de la estrella Ishtar, la Estrella de la Mañana y el Atardecer, con la que es identificada hacia el 2000 a. C., es Belti, como también la denominan los Babilonios, es decir, literalmente, “Nuestra Señora”; es según Apuleyo, “señora y madre de todas las cosas”, la santa, clemente y misericordiosa, la virgen, una diosa que, sin quedar embarazada, da a luz.

Y de acuerdo con los testimonios más antiguos, accede al Mundo Inferior, donde toda vida terrena se extingue, hasta que la rescata de nuevo el dios Ea, señor, entre los sumerios y los babilonios, de las profundidades marinas y de las fuentes que brotan de ellas.

La Gran Madre es amada, ensalzada y cortejada, los himnos dedicados a ella recuerdan los salmos del Antiguo Testamento, a los que no son inferiores ni en belleza ni en intimidad. En la mitología griega, ella es Magna Mater Deorum, la madre de Zeus, Poseidón y Hades; por tanto la “reina de todos los dioses”, “la base sobre la que se asienta el estado divino”. En sus variantes hindúes, se llama Uma, Annapurna, “la de pingües alimentos”, o también Kali, la “negra”, o Cani, la “salvaje”. Así pues, muestra, tanto en el panteón mediterráneo como en el del Oriente Próximo o el hindú, una especie de doble rostro, teniendo, junto a su esencia creadora y protectora de la vida, otra bélica, cruel, aniquiladora, lo que también se repite en María. La “madre feraz” se convierte en “madre feroz” en especial entre los asirios, por supuesto en Esparta, como diosa de la guerra, y en la India, como “la Oscura, tiempo que todo lo devora, señora de los osarios, coronada de huesos”. “Las cabezas de tus hijos recién fallecidos penden de tu cuello como un collar” canta un poeta hindú”. “Tu figura es hermosa como las nubes de lluvia, tus pies están completamente ensangrentados”. Refleja el círculo de la vida natural, pero sobre todo las fuerzas generativas. Pues, de la misma manera que destruye, crea de nuevo, allí donde mata, devuelve la vida: Noche y Día, Nacimiento y Muerte. Surgir y Parecer, los horrores de la vida y sus alegrías proceden de las mismas fuentes, todos los seres surgen del seno de la Gran Madre y a él regresan.




Conclusiones.-

Hemos visto el estudio de la singularidad de un género y de un sexo, a través de diversas autoras y autores que han estudiado sobre ello, nuestra conclusión es que la mujer debe reivindicar su identidad cada vez con más fuerza pero asimismo no debe crear una rivalidad con ella misma ni con el hombre. En el sentido de que la diferencia sexuada también cumple una función en la vida, la de defender la vida, hemos de progresar entendiendo la evolución humana y de los géneros sexuados, en conclusión hemos de atribuir una igualdad pero con diferencias de notas sensibles, para igualarnos en el sentido de valor, la mujer siempre ha sido valorada por la cultura de distinta manera que el hombre y lo seguirá siendo ante esa función de la vida, porque no podemos negar los condicionantes biológicos de la explotación de su género, en definitiva, habríamos de avanzar hacia una igualdad de valor pero con diferencias, que habría que construir desde las genealogías masculinas y femeninas, en una figuración nueva de las genealogías femeninas, en su vida doméstica y familiar, y en su vida social y pública, dando a la mujer la dignidad también frente al hombre y a través de él, en equiparación. Las genealogías masculinas tienen atribuidas muchas notas que desvalorizan y nos las encomiendan a las mujeres, o se dedican a asuntos que culturalmente no nos han interesado a nosotras como la guerra, la mujer está capturada también en todos estos deberes y aspectos sociales, dentro de una economía de mercado, que la obligan a formar parte de ella, pero ella representa a su vez otras cualidades, como la madre, su valor de némesis, de recuerdo, hacia su cultura, de mediadora con el pueblo, con los otros, como valor social. Y en una ciudadanía moderna y cosmopolita la mujer se integra en la sociedad como una consecuencia más de esos avances culturales.

El sujeto femenino favorece así una relación con el otro género, que es algo que el sujeto masculino no hace. Esta preferencia por un sujeto masculino compañero de diálogo demuestra por una parte alienación cultural, pero también señala otros varios aspectos del sujeto femenino. La mujer conoce al otro género mejor que el hombre: ella lo engendra en sí misma; ella lo cuida desde el nacimiento; lo alimenta de su propio cuerpo; lo experimenta en ella en el amor. Su relación con la trascendencia del otro es, en consecuencia, diferente de lo que es experimentado por el hombre; siempre se mantiene exterior a él, siempre se inscribe en el misterio y la ambivalencia del origen, materna o paterna. La mujer tiene una relación con el hombre vinculada más estrechamente a la comunicación carnal, a una experiencia sensible, a una vivencia inmanente, incluidas en la generación. Sin duda, ella experimenta la alteridad del otro a través de su comportamiento extraño, de su resistencia a sus [a los de ella] sueños, a sus deseos. Pero ella debe construir esta trascendencia dentro de la horizontalidad misma, en una vida compartida que respeta absolutamente al otro como otro, y más allá de todas las intuiciones, sensaciones, experiencias o conocimiento que ella pueda tener de él. Su gusto por el diálogo podría terminar haciendo al otro como otro en un gesto reductivo si ella no construyera la trascendencia del otro como tal, como irreductibilidad con respecto a ella: a través de fusión, contigüidad, empatía, imitación.

Hemos tratado de indicar un camino hacia esta construcción de la trascendencia del otro. La operación del negativo, que habitualmente se ejerce para pasar a un grado superior en el proceso de devenir sí mismo en un movimiento dialéctico entre sí y debería ejercerse entre dos sujetos para evitar la reducción del dos al uno, del otro a lo mismo. Por supuesto se trata entonces de un negativo aplicado a mí mismo, en mi devenir subjetivo, pero para marcar la irreductibilidad entre el otro y yo y no para reabsorber la exterioridad en mí mismo. Como diría Luce Irigaray, en "La cuestión del otro": "A través de este gesto, el sujeto renuncia a ser uno y único. Respeta al otro, al dos, en la relación intersubjetiva. Este gesto debe ser aplicado primero de todo a la relación entre los géneros, ya que la alteridad de género es real y nos permite rearticular la naturaleza en relación a la cultura de un modo más ético y más verdadero, superando así la falla esencial de nuestro devenir espiritual denunciado por Hegel a propósito del exilio y de la muerte de Antígona (La Fenomenología del Espíritu, cap. IV).

Este movimiento histórico desde el sujeto uno y único a la existencia de dos sujetos de igual valor e igual dignidad me parece que es una tarea apropiada a las mujeres, tanto a nivel filosófico como político. Las mujeres, como ya he señalado, están destinadas, más que el hombre, a la relación de dos, y en particular a la relación con el otro. Como resultado de esta propiedad de su subjetividad, pueden expandir los horizontes del uno, de lo similar, y aún de lo múltiple, para afirmarse como un sujeto otro [sujet autre], e imponer un dos que no sea segundo. Lograr su liberación, implica además, que reconocen al otro como otro, pues de lo contrario sólo cerrarían el círculo que rodea al sujeto único. Reconocer al hombre como otro representa así una tarea ética apropiada a las mujeres, pero es también un escalón necesario hacia la afirmación de su autonomía. Además, el despliegue de lo negativo que es requerido para completar esta tarea les permite moverse desde una identidad natural a otra cultural y civil, sin dejar atrás la (su) naturaleza gracias a la pertenencia a un género. De ahora en adelante, lo negativo intervendrá en todas las relaciones con el otro: en el lenguaje por supuesto (desde “Te amo a ti”), pero también en la percepción a través de ojos y oídos, y aún a través del tacto. En Ser dos, trato de definir un nuevo modo de aproximación al otro, incluso a través de las caricias. Tener éxito en este movimiento revolucionario desde la afirmación del yo como otro al reconocimiento del hombre como otro es un gesto también nos permite promover el reconocimiento de todas las formas de otros sin jerarquía, privilegio, o autoridad sobre ellos: trátese de diferencias de raza, edad, cultura o religión. Reemplazar el uno por el dos en la diferencia sexual constituye así un gesto filosófico y político decisivo, que renuncia al ser uno o plural para pasar al ser dos como fundamento necesario de una nueva ontología, de una nueva ética, de una nueva política donde el otro es reconocido como otro y como lo mismo: más grande o más pequeño que yo, o mejor igual a mi."

3 comentarios:

  1. Hola, buenas noches.
    Llego desde LDA, amiga mía.
    Me tienes pasmada, no te digo más, tu escritura es de las que hay que leer despacio y parece que éste es el capítulo final, así, que, he de tomarme mi tiempo pero, te aseguro que voy a leerlo todo.
    ¡¡¡ENHORABUENA!!!
    Vuelvo a nuestras queridas arenas a dejarte otro comentario.
    SALUDOS.

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  2. Hola, Vicentita, gracias muchas gracias por tu comentarios, igualmente yo tengo mucha sorpresa y gratitud hacia tus letras, que son más de imaginación y creación literaria pero es un mundo muy tuyo el que tú creas, un abrazo desde aquí, ahora vamos a libro de arena, gracias...

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  3. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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